"De paseo" de Carmen Roiz

30.08.2022

Nuestro paseo de las siete de la tarde nadie nos lo quita. Se trata de caminar, sin más.

Beto es muy metódico y unos minutos antes de la hora, ya está llamando al telefonillo. Yo siempre me demoro. Que si no estoy calzada, que si no encuentro las llaves... y lo hago esperar. ¡Así que dos minutos! ¡Han pasado ocho! Pero enseguida sonríe.

A veces, no tenemos de qué hablar, el silencio camina a nuestro lado y llegamos hasta el parque sin decir ni "mu". Es lógico, porque hablamos por teléfono cada mañana a las once, otra de nuestras rutinas. A esa hora, Beto está haciendo el crucigrama y sé que, al llamarlo, se levanta y da un paseo por la casa, de otra forma se tumbaría en el sofá para ver la tele. Lo hago por su bien.

Cuando conocí a Beto, acababa de divorciarme y él estaba a punto de hacerlo. No me atrajo por su físico; tuve la sensación de que era un hombre singular, el más retraído de los que formaban el grupo de músicos, y sin ánimo de "ligar" a la primera que se pusiese a "tiro". Hoy, veinte años más tarde, confirmo mi intuición. Su orden y naturalidad que al principio me aburrían, cada día las admiro más.

Pero estaba hablando de pasear, caminar, despacio o rápido dependiendo de los días y de la temperatura. Ahora, en Otoño, el sol se oculta pronto, empieza a refrescar y aligeramos el paso. Solemos atravesar el parque que está lleno de gente haciendo ejercicios gimnásticos, de yoga o jugando con el perro. Los niños van montados en bicicletas, patines u otras máquinas que manejan con velocidad pasmosa, por lo que tenemos que esquivarlos para que no interrumpan su prodigioso rumbo. La tarde es agradable, los castaños están hermosos. A menudo, nos quedamos mirando algún rincón donde han plantado árboles jóvenes, nos gusta verlos crecer, los cambios de color de sus hojas, según la época del año.

Beto, es un enamorado de la Naturaleza, el sentido que más aprecia es la vista, puede quedarse horas contemplando una montaña; lo hacía, años atrás, en las excursiones de verano. Yo soy más de mar, últimamente viajamos con frecuencia a lugares con playas.

- ¿Cruzamos y descubrimos las callecitas de los chalets? -digo.

- Vale, así variamos nuestra ruta -contesta Beto.

Son calles de las que llaman "residenciales", los chalets están cerrados a cal y canto y solamente se escuchan los ladridos fuertes de perros. Las farolas apenas alumbran. Creo que no ha sido buena idea.

- No hay nada de interés, podemos dar la vuelta -digo sin demostrar temor.

Un olor intenso llega hasta nosotros. Al doblar la esquina, vemos a un hombre orinando en la acera. Siente nuestros pasos, se da la vuelta. Es alto, corpulento, lleva una mochila raída en el hombro. ¡Dadme algo! ¡Dadme algo!, grita, mientras se acerca. De un salto se planta delante de nosotros con los brazos muy abiertos, tapando la calle. Indefensos ante esta inmensidad, pienso y, no sé cómo, logro decir: "¿Quieres un pitillo?". No puedo saber quién está más desconcertado, si Beto o el corpulento. Abro el bolso y, despacio, saco la cajetilla, le doy el cigarrillo. Entonces me agarra la mano, no habla. Las piernas apenas me sujetan, pero digo: "Sí, espera, te doy fuego". Da una gran calada, me suelta y baja sus brazos.

Sin mirar hacia atrás, empezamos a caminar, lentamente; la tensión aplasta los movimientos de todo el cuerpo que, poco a poco, vamos recobrando. Estamos al final de la calle, hay más farolas encendidas y no se oyen los ladridos de los perros.

Quien dijo que la placidez es desidia estaba muy confundido. Nosotros no la sentimos en nuestros paseos, en nuestra rutina y, la vida, es tranquila.

Bien, volvamos al principio. Sí, decía que el paseo de las siete de la tarde nadie nos lo va a quitar.

••••••••••
Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)