"Curso de francés" de Miguel A. Moreta Lara

27.10.2020

La rubia Mercedes, la hija del general, era un poco peponcilla, pero a nosotros, babosos púberes, nos encandilaba no solo por sus piernas y su sonrisa piel de manzana, sino porque fue la primera profesora que empleó el método audiovisual de la escuela de St. Cloud. En un transistor escuchábamos canciones francesas. Oíamos a Françoise Hardy y la veíamos a ella. Después de touts les garçons et les filles de mon âge se promenent dans la rue deux par deux irrumpía un sapore di sale sapore di mare o un cuore matto y así estábamos saltando de Domenico Modugno a Rita Pavone, de Little Tony a Gino Paoli, hasta que Salvatore Adamo venía a salvar el método audiovisual con su francés romanticón y afónico. Cuando nos sentíamos de lo más felices, el profesor de Química, un soldadito con el pelo quemado, la enamoró, se la llevó a París y nos dejó sin clase de francés.

No tardaron en sustituirla por un subteniente mecánico de Aviación, alto y moreno (¡ay, Merceditas baja y rubia!), un durísimo partidario del método clásico y gramatical que nos hizo aprender tortuosas listas de verbos antes de que su descolorido uniforme azul emigrara en su Junkers a Cabo Juby.

Pero el ejército colonial, ubicuo y pletórico de cuerpos especiales, nos suministró otro recambio. Un nativo belga, caballero legionario embutido en la sarga verde de su viril indumentaria, entró un día en el aula y con él el método directo Berlitz. Nunca le oímos una palabra que no fuera en su habla gabacha. Una vez que se deshizo del vaivén del madroño de su chapiri y sacudió con delicadeza el asiento donde depositó las descarnadas nalgas, comenzó con una voz que derramaba lisura sobre nuestras locas cabezas hormonadas (voz interrumpida por pausas de suspense para dar chupadas agotadoras a un cigarrillo cuyo humo retenía y, a medida que renacía la palabra, expulsaba por sus delgados labios en nubecillas deshilachadas) una milagrosa y plácida narración que, como el cigarrillo, duró lo que su estancia, mes y medio. El relato del belga pasó por una etapa de Perrault, se adentró por los mares del sur y casi imperceptiblemente abordamos ese velero torciendo el rumbo de la historia según la brújula de nuestra imaginación.

El legionario sonreía, cegado por el humo, mientras deslizaba el cuento en la atmósfera aterciopelada por las ensoñaciones del morbo adolescente. La realidad es una herramienta cortante que destriza la tela de los sueños. En el barco de los turistas, que hacía escala cada viernes, un atardecer, subió del brazo de un hombre, ante la mirada de la policía militar que perseguía a esa fina mujer, de rubio transparente, de labios tan rojos, tacones de aguja y traje tan pegadito a la piel. En realidad, estaban viendo cómo desertaba de la Legión nuestro profesor de francés, Michel de Vieuchange, que se fue una tarde con rumbo ignorado.

La senda del aprendizaje de segundas lenguas está erizada de métodos. Nos llegó un nuevo profesor de la Península -manera oficial en los territorios coloniales de referirse a España-. Medía un metro cuarentaiséis con zapatos de tacón cubano y era musculoso, de una formidable energía interior apenas reprimida, que estallaba en pequeños gestos compulsivos. Daba unas chupadas secas y ruidosas al cigarrillo, que desde lejos resonaban con un hueco ¡pap!. El temblor convulso de su pierna derecha, como la pelvis de Elvis, le obligaba a sujetarse el muslo con ambas manos en un intento de acallar músculos tan díscolos. Fue un profesor sistemático que aplicó incansable el método audio-oral, haciéndonos automatizar hábitos lingüísticos. En un par de semanas formó una generación de francófonos capaces de trufar su conversación con latiguillos tipo mais oui..., bien sûr..., tout à fait..., absolument..., pas du tout... Pero su prodigiosa gestualidad le granjeó la enemistad de la directora que lo puso de patitas en un avión rumbo a la Península.

Exhaustos por la versatilidad metodológica, conocimos el método analítico en la persona de una señorita tan inteligente como bigotuda. Solo fuimos capaces de memorizar, a elegir, una fábula de La Fontaine, un soneto de Ronsard o algún párrafo de Chateaubriand, para alcanzar a aprobar el curso de francés con doña Amparo.