"Cuando a las hormigas les crecen alas", de María Luisa Fernández Moreno

22.03.2019

Desgarra saber cómo se escribirá tu historia según qué lugar te alumbre y te amamante. Si el paisaje que sostiene tus días es la tierra fértil y plañidera de un pedazo de África, asomado al mar, desmiembra aún más. Porque en este bello país, donde Dios parece andar despistado, tradiciones infames campan sin respeto. Son las abanderadas del no, profetas de lo prohibido.

Esta es la historia de Aminata, que tuvo la desgracia de nacer niña donde no son nadie y la fortuna de sentirse orgullosa de serlo:

"Me llamo Aminata, tengo 12 años, y me obligan a casarme. Mi padre manda y mi madre calla. No conozco a mi futuro esposo, nunca lo he visto. Dicen que tiene cerca de los 40 y que seré su tercera mujer. Que hemos hecho un buen negocio porque tiene muchas vacas y no me va a faltar de nada. Pero a mí no me gustan los viejos, como mi padre, para casarme.

No quiero que me pase como a mi amiga Kumba, a la que un día se la llevó un hombre, gordo y feo, y nunca más la volví a ver. Una tarde, en la estación de las lluvias, me dijeron que se había muerto. El bebé que llevaba en la barriga también.

Por eso lloro todas las noches y casi no como. Prefiero morirme, como Kumba, a irme a vivir a una aldea perdida con un extraño. A mí quien me gusta es Amadú, el chico más guapo y simpático de todo el barrio. Juega al fútbol que parece Ronaldo y me ha prometido que cuando se vaya a Europa, a un equipo importante, vendrá a buscarme. Si me caso, algún día, será con él.

Esta tarde se lo he contado a la señorita María, la maestra. Desde que tuve que dejar de ir a la escuela, porque mamá decidió que ya había aprendido lo suficiente, y que me necesitaba para cuidar a mis hermanos, viene a casa un rato todos los viernes por la tarde. Leemos juntas y repasamos las cuentas para que no se me olviden. Cree que soy muy lista y que es una pena que no pueda estudiar. En África las niñas vamos muy poquito a la escuela, lo justo para aprender a leer. Muchas, ni eso.

Como no paraba de moquear todo el rato se ha preocupado y me ha preguntado que qué me pasaba. Así que se lo he tenido que contar. Me ha mirado triste, me ha dado un abrazo refrescante y me ha limpiado las lágrimas con el pico de su pañuelo. Dice que me va a ayudar, que no llore más, porque se me despachurra la sonrisa y me pongo feísima. La señorita, a veces, usa palabras muy graciosas.

Ayer me levanté muy temprano, ni siquiera había amanecido. La señorita María me estaba esperando, detrás de la casa, en una furgoneta. Me temblaban tanto las piernas que pensé que no iba a ser capaz de sostenerme y que el hatillo que había hecho, con cosas importantes, se me iba a caer y me descubrirían.

El viaje fue largo, creo. Entre el traqueteo del camino y que con los nervios no había pegado ojo, me quedé dormida enseguida.

Antes de marcharse, la señorita me dio un abrazo de los suyos, de los que refrescan, y, con la sonrisa despachurrada, me prometió que aquí estaré segura.

Este sitio es muy bonito. Está todo muy limpio. Hay una cocina, un huerto y una sala grande que comparto con otras chicas. Algunas tienen bebés llorones, preciosos. Aunque lo que más me gusta es el cartel de la entrada. Es de madera y tiene escrito en letras grandes: HOGAR LAS HORMIGAS VOLADORAS."

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Como las hormigas, en Guinea, las mujeres caminan sumisas, en perfectas hileras negras. Excavan la tierra y riegan los surcos de leche y lágrimas. Como las hormigas, llevan a cuestas una infinita carga, garantía de sustento cuando las lluvias se tornan mares. A las que se atreven a salir del hormiguero les crecen frágiles alas para alzar tímidamente el vuelo. Si sobreviven se convierten en reinas, como las hormigas.