"Cruce", de Patricia Collazo González

02.06.2019

María da un portazo y baja apresurada las escaleras. Intenta recordar dónde han aparcado el coche, pero su mente está nublada y se empecina en recrear los últimos reproches entrecruzados. 

Pablo sube las escaleras del trastero manteniendo en equilibrio su bicicleta sobre el hombro. La apoya junto al portal y la mira orgulloso. Tanto tiempo ahorrando para conseguirla y allí está, invitándolo a atravesar las calles silenciosas de mañana de domingo hasta salir de la ciudad.
María ha dado con el coche y desplomada en el asiento del conductor, no consigue que la llave se deslice en el contacto. Tiene ganas de vomitar. La cabeza le duele junto a la sien derecha y la voz hiriente le lacera en las costillas.

Pablo pedalea acompasado, con el viento abombando la camiseta que empieza a humedecerse con el sudor. Atento a cada sonido, a cada pequeño matiz en el traqueteo suave de las ruedas sobre el asfalto. Respira profundo para encarar la cuesta de la avenida que lo pondrá sobre la carretera. Observa la serpenteante línea gris que le invita como una amante sensual y sonríe imperceptiblemente.

María se ha saltado dos stops y ha pasado un semáforo en dudoso verde. Lo único que quiere es alcanzar la carretera y poner distancia. Se habían prometido no volver a beber pero otra vez lo han olvidado, alcanza a pensar antes de poner el coche a 120 en la recta.

Pablo empieza a notar el esfuerzo pero intenta mantener el ritmo. La carretera solitaria, el sol brillante, la franja blanca a su derecha como una guía lo invitan a perseverar. Y lo hace. El sudor resbala entre sus omóplatos en un serpenteante río que se detiene justo al llegar al filo de su malla. Debajo del casco, el pelo húmedo se le pega al cuero cabelludo como si estuviera nadando en la piscina y el agua clorada se colase bajo su gorra de agua. 

María ve un punto a lo lejos. Una figura indescifrable que va creciendo en tamaño, como un molesto lunar sobre el asfalto, que la distrae de sus pensamientos y no le permite encauzarlos.
Pablo ve que un coche se acerca por el carril contrario y piensa que parece ir de prisa, que será mejor que se mantenga bien a la derecha porque....Allí, en ese preciso punto, se cortan sus pensamientos. Los de María, en cambio, salen disparados por el impacto en todas direcciones. En un arcén, el pensamiento de que cree haber atropellado a un animal, en el otro, el que conserva la imagen de los números de la camiseta de Pablo y una rueda de bicicleta aplastada. No se detiene a recogerlos porque intuye que no le gustará lo que vea. Intenta concentrarse en huir aunque no quiere saber de qué.

Los pensamientos de Pablo han regresado a él aunque no consigue acomodarlos y formarse una imagen de lo que está pasando. Un coche azul se detiene a su lado. Escucha gritos, voces nerviosas, y poco después, sirenas. Quisiera que callen, que todos callen. Le obligan a abrir un ojo y no ve su bicicleta nueva en la pupila preocupada que lo observa. 

- Menos mal que llevaba casco - dice alguien.

- Eso no ha sido suficiente - replica otra voz. 

Y Pablo sabe que se está muriendo sin entender cómo ni dónde.

Sus pensamientos, cada vez más confusos, se derraman sin remedio como el charco de sangre que contiene su cuerpo maltrecho, para entremezclarse con los de María que permanecen temblorosos y asustados en el arcén.

Después, alguien le cierra los ojos. Como si el sol cada vez más alto, pudiera hacerle daño en las pupilas.