"Crónica de un viernes anunciado" de Mercedes González Rivera

08.11.2020

Se miró al espejo y sólo pudo ver unos ojos interrogantes esperando respuestas que ella no podría dar. Esta vez no buscó los surcos de la edad, las ojeras de noches en vela, las canas malamente disimuladas por un tinte barato. No era la mañana apropiada para convencerse de que el tiempo no se había ensañado con ella, de que había sido generoso al regalarle una apariencia juvenil de la que dudaba ser merecedora. No. Aquel no era un día como los demás. O quizás sí...

Salió de casa sabiendo que era muy temprano, que aún faltaban horas para llegar al lugar donde le había dicho que esperaría. No tenía prisa. Ni siquiera las gotas de lluvia que empezaban a mojar su pelo hicieron que apurara el paso porque agradecía aquella humedad que parecía querer aclarar sus ideas. En el contestador no le indicaba qué era lo que quería; sólo un mensaje escueto indicando el lugar y la hora donde la esperaría al día siguiente. Era viernes. Siempre era viernes. Su voz intentaba parecer fría y lejana pero ella reconocería aquella voz entre miles de voces, entre miles de sonidos. Siempre la reconocía. Y pensó en cómo actuaría cuando lo viera, qué le diría después de tanto tiempo, en cómo tratar de parecer tranquila cuando ni siquiera ahora lo estaba. Nunca lo estaba.

Llegó a la plaza desierta y miró a su alrededor: algunos bares aún permanecían cerrados, las tiendas con las puertas entornadas apenas tenían clientes, el palco de la música silencioso, y el ayuntamiento con pereza recibía el vuelo de las palomas que nerviosas escapaban de la lluvia hacia el alero de la puerta principal. Soledad y humedad que cae de las hojas de los plátanos... en otoño o en invierno siempre era así; en primavera y verano era diferente; la plaza se vestía con las sombrillas de las cafeterías, las palomas competían en vuelo con otros pájaros y en las escaleras del ayuntamiento siempre había alguien que iba o venía con aparente tranquilidad. Pero ella prefería las estaciones invernales; lo que necesitaba decirle tendría que ser en la intimidad del silencio, al abrigo del frío, solos ellos dos, sin distracciones, sin testigos. Quizás esta vez sería así.

Se aproximaba la hora señalada. Nerviosa empezó a dar pequeños paseos sin abrir el paraguas, mirando a todos lados, esperaba que apareciera de un momento a otro, con aquel andar pausado e inconfundible con que lo recordaba.

El reloj del ayuntamiento desgranó pesadamente las horas. Pasaban los minutos, pasaba el tiempo y sólo la lluvia seguía haciendo acto de presencia... No viene. Hoy no viene.

Abrió el paraguas y empezó a caminar lentamente hacia casa. Sintió el calor de sus lágrimas pero no se molestó en secarse la cara, prefería tener aquella cortina húmeda y espesa que le nublaba la vista y no le dejaba ver la calle ni los rostros de los que con ella se cruzaban.

Al entrar colgó la gabardina y dejó el paraguas en una esquina del pasillo. Tenía frío. Fue hacia la cocina para hacerse un café. Preparó en una fuente dos tazas y salió al descansillo. Llamó a la puerta de Celia y, después de decirle que el café estaba listo, le explicó, una vez más, que él no había aparecido. Las dos pasaron hacia la cocina y Celia, al atravesar el comedor, observó, una vez más, que la luz del contestador del teléfono de Inés parpadeaba indicando la presencia de un mensaje y pensó que hasta cuándo su amiga dejaría de escuchar cada jueves aquel mensaje enviado hacía años y que ella, enferma de esperanza y soledad, se empeñaba en creer que, cada jueves, era un mensaje diferente donde él la citaba para verla al día siguiente, para verla el viernes. Siempre era un viernes.

Imagen: "La habitación roja (Armonía en rojo)", de Henri Matisse . 1908. Óleo sobre lienzo. Museo Hermitage, San Petersburgo