"Crisis en Hambicidio" de Wilmer Alonso Ocontrillo

30.08.2022

El pueblo de Hambicio se va al precipicio, rezaban los carteles en los bosques y valles. El pueblo de Hambicio necesita auxilio, decían en letras grandes los afiches y volantes.

Algún tiempo atrás, los fundadores del lugar construyeron en lo alto de una montaña para estar por encima de otros poblados.

Con los años la tierra cedió y las casas una por una se derrumbaban.

- ¡Abandonemos el lugar! -decían los más jóvenes.

- ¡Jamás! -decían los mayores.

Entonces clamaron por ayuda y la noticia corrió rápidamente:

«Los hambiciosos de Hambicio pagarán generosamente a quien brinde un buen servicio»

- Que nuestro gentilicio es hambicianos -reclamaban los viejos.

- Que suena como ancianos -discutían los jóvenes-. Que se acaban de caer tres casas -gritaban los niños.

Así transcurría el tiempo en aquel lugar, muchas discusiones, ninguna solución.

Ante el aviso acudieron los llamados salvadores:

Pasó el doctor Baldomero y con falso remedio les robó todo el dinero.

Pasó un día el cura José y entre promesas les robó toda la fe.

Pasó la alcaldesa Constanza y con engaños les robó toda esperanza.

Pasó un lustrabotas y se llevó de las familias todas las mascotas.

Y así cada extraño que pasaba, algo poco o mucho, de aquel pueblo se llevaba.

Mientas tanto Hambicio, cada vez más rápido iba rumbo al precipicio.

Ahí -como en todo pueblo- vivía una bruja: alta, flaca y hermosa como pocas, generosa, astuta y bondadosa como muchas. Los aldeanos la visitaron para pedirle consejo o algún hechizo que contuviera el caserío en su lugar.

- Quien quiera estar en lo alto debe aprender a caer -dijo la bruja sin dejar de empacar sus pertenencias en dos viejas maletas.

Ante la mirada perpleja de las gentes, la mujer confirmó su partida, se iría a vivir a los valles. Les recomendó pedir auxilio al gran gigante Clemente, el más grande, fortachón y complaciente, vivía al otro lado de la cordillera, a varias semanas de viaje, pero Clemente era tan, tan grande, que en menos de un día sus zancadas lo tendrían en Hambicio.

Ella misma le llevó el mensaje y en corto tiempo con el cimbrar de la tierra vieron a Clemente frente a frente. Era casi tan alto como la montaña, claramente fuerte, amable, solícito, pero el gigante Clemente, resultó muy poco inteligente.

- ¿Cómo puedes ayudarnos? -clamaban los pueblerinos.

- Como ustedes me lo pidan -respondía sonriente.

- El pueblo se está derrumbando -le gritaban los pequeños.

- ¡Ya lo veo, ya lo veo! -respondía con pesar Clemente.

Se sentó el gigante reposando su enorme espalda sobre el precipicio. Solución paliativa mientras de alguno surgiera la inventiva.

- Yo tengo un amigo sabio -recordó Clemente-, él sabrá qué hacer en este caso.

- ¡Para luego es tarde! -vitoreaban las gentes.

Les contó sobre el duende Catalino, un hombre pequeñito, serio y algo fino, un gran sabio, un maestro, quien habría crecido más, pero de niño en biberón le dieron vino.

- ¡Nos está tomando el pelo! -gritaron los ancianos.

- Si no hizo nada un gigante, ¿qué podrá hacer un enano? -dijeron otros.

Ante el alboroto, de un bolsillo de Clemente, surgió Catalino, bostezó, estiró sus bracitos, se rascó los ojos.

- Ya veo que por mi cuerpo diminuto, menosprecian mi intelecto. Recuerden que aunque miden más de un metro, no tuvieron mucho ingenio para cimentar la ciudad.

Los hambicianos de Hambicio, ambiciosos y cegados construyeron por encima de los demás.

- Mi amigo Clemente -dijo Catalino -, no es sabiduría lo que hace falta sino humildad.

Entonces sugirió al gigante tomar cada casa y llevarla al valle, allá donde fuere la bruja, a la altura de otros pueblos, al nivel de los demás.

Así se fundó Nuevo Hambicio, colindante de aldeas, bajo tutela de alguien tan extravagante como una bruja, con la noble fuerza de un gigante y el consejo de un duende no más alto que un hidrante.

En la entrada principal de Nuevo Hambicio, se leía tallado en madera:

«Estábamos allá, pero ahora, estamos aquí»

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)