"Virtudes" de Miguel Ángel Moreno Cañizares

31.10.2020

A Virtudes la imagino sentada frente a su ventana preferida, en la butaca que nadie más ocupa, dedicando las horas a contemplar el cielo tras el cristal, haya nubes o luzca el sol. En sus mejillas veo dibujada una sonrisa permanente y en sus ojos distingo un brillo especial, que el paso de los años no ha borrado.

Virtudes ha vuelto a vivir sola desde hace unas horas, las que han transcurrido desde que nos separamos. La nuestra ha sido una separación inevitable y hasta deseada. La relación duró sólo unas semanas, unas semanas inolvidables e intensas. Con decir que nos dio tiempo a forjar un idilio. "A mi edad, ya ves", bromeaba. "Y contigo, jajaja". Ella me declaró su amor más sincero y yo, aunque inexperto, le correspondí en cierta manera. ¡Qué menos! No sé si estábamos hecho el uno para el otro, porque estas cosas son indescifrables, pero entraban en el cálculo de probabilidades.

La cuestión es que nuestras vidas se cruzaron gracias a la conjunción de los astros, quiere creer ella, y pasamos juntos un tiempo maravilloso. Virtudes se desvivía por mí, me cuidaba como a la niña de sus ojos y estaba pendiente de no perderme de vista. Por nada del mundo quería que desapareciera. Lo comprendo. Yo la acompañé, pues nunca tuve la más mínima intención de irme de su lado, bastaría más, aunque a veces me pareciera excesivo su celo. Entendía sus razones, al fin y al cabo era una mujer de alguna forma enamorada. Como ya estaba jubilada, le gustaba dedicar las horas a contarme historias de su pasado -tenía para completar una enciclopedia- y me regalaba los oídos con su tono dulce y armonioso.

Enseguida congenié con esta ancianita bondadosa. "Cuando me quedé viuda, hace más de diez años, pensé que jamás volvería a reír", me confesó jubilosa al poco de conocerme. El recuerdo de su esposo lo mantiene vivo, lo sé, pero ha encontrado motivos para recuperar un alto porcentaje de alegría. Y yo me siento partícipe.

Virtudes no es de esas viejas gruñonas, avaras o malpensadas que se esconden bajo la coraza de la edad para justificar su proceder. Eso sí, afirma que las personas, por lo general, nunca están conformes con lo que tienen. "¿Sabes? Yo ya era afortunada, pero mira por dónde la fortuna de conocerte me hace millonaria", compartió conmigo en varias ocasiones. Luego me acariciaba con sus manos arrugadas pero cargadas de solidaridad. Recuerdo el día que me presentó a sus dos hijos, Carlota y Saúl, junto a sus respectivas parejas. "Lo están pasando mal, sólo les salen trabajos temporales", me susurró a escondidas. "Verás qué sorpresa se llevan". Aguardó a los cafés, tras degustar una exquisita paella de encargo, para hacer los honores. ¡Menuda sorpresa, sí señor! En los ojos desbordados como platos de los cuatro percibí unas miradas de alegría. Virtudes, emocionada, les confesó su felicidad. Ellos también lo celebraron, pues probablemente iban a ser unas buenas Fiestas navideñas.
"No podemos prolongar esto mucho más tiempo, algún día nos tendremos que despedir, ¿no te parece?", dijo muy serena cuando nos quedamos a solas. No le costaba asumirlo ni dar el paso. En realidad, no sé por qué pensé que lo demoraría por más tiempo, como si no acabara de creer que tenía una fecha límite.

Nos despedimos una mañana temprano -de siempre le gustó madrugar-, en el descansillo de casa. Yo, como buen perro lazarillo, regresaría ese día a donde fui criado. Era mi destino, me adiestraron para eso. No hubo lágrimas -admiraré siempre su fortaleza mental- sólo gestos de cariño. Y marché orgulloso de haber compartido aquellos días, tal vez demasiado pocos, con una buena persona.

A Virtudes la imagino ahora sentada frente a su ventana preferida, con los ojos cerrados.