"Piscina", de Unai Garate Cotano

07.06.2019

El carnicero era como un roble. Voló en el trampolín con los intestinos llenos de alubias, carne de buey guisada, panchineta y vino, y gin tonic. Cuando cayó al agua, su cuerpo dejó de reaccionar y acabó tumbado en el fondo de la piscina, boca abajo, a tres metros de profundidad, con los brazos extendidos como un bebé. Nuestra amiga la Tata, se tiró a por él, y lo sacó. La Tata nadaba que era una delicia, pero no teníamos claro cómo pudo arreglárselas para sacar del agua, con unos trece años, a semejante mole. El resto de los amigos de la urbanización mirábamos atónitos la secuencia, sin movernos. Yo sujetaba con uno de los brazos la pelota de plástico a la que habíamos perseguido por todo el recinto, apoyándola contra mis costillas. Miraba a la Tata y al carnicero, perfectamente consciente de que el ambiente que se apoderó de toda la piscina era de lo mas extraño que había visto en mi vida. Mal embrollo; estaba viendo un muerto, mi primer muerto. El miedo se palpaba en los gestos y en el silencio de todos los allí presentes.

El hombre yacía morado en el césped, sin vida en los ojos, con los brazos muertos, el pelo largo de la Tata chorreaba a su lado. El doctor, hay que avisar al doctor, gritó llorosa una señora. En medio de un mar de llantos apareció mi padre; médico, pediatra. Pidió que nos calláramos y alejáramos todos y se arrodilló ante el cuerpo del carnicero. Comenzó a presionarle el pecho, a abrirle la boca con violencia, fue entonces cuando vi aquello que nunca he borrado de mi memoria, desde aquel mil novecientos ochenta y algo. El hombre empezó a convulsionar, a vomitar comida y agua como un expendedor. Daba botes en el suelo, mi padre le sujetaba con fuerza una de las muñecas, y protegía su cuello con el otro brazo. Lo más parecido que yo había visto a aquella agonía, era un pez fuera de su pecera sobre el suelo del salón de casa.

La Tata y mi padre salvaron la vida del carnicero, delante de nosotros. Una vez cumplido su trabajo, mi padre se giró y cruzó su mirada con la mía durante un segundo, pero nos observaba a todos los amigos. Las palabras brotaron de su boca en silencio, con un movimiento de labios apenas perceptible, y quedaron suspendidas en la quietud del aire, bajo un cielo azul resplandeciente: "tened cuidado". Acto seguido, sin alterar paso ni rostro, se acercó a la ambulancia y comentó algo con los asistentes. Luego se largó con aparente serenidad, sonriendo recatadamente a la gente que trataba de agolparse en torno a él como cucarachas. La Tata también se marchó, elegante, igual que al nadar (como una Diosa a mis ojos). Nos quedamos unos cuantos chavales, y algunos padres y madres que todavía se llevaban la mano a la frente y emitían sin cesar la frase: ¡por favor, qué disgusto!

Cuando llegué a casa de noche, con las imágenes de aquel vómito todavía frescas, mi madre empezó a gritar nada más atravesamos el pasillo mi hermana y yo:-¡Os creéis muy listos, pero qué os pensáis que es esto. Como os metáis al agua sin hacer la digestión os rompo la cara, eh, me oís, os rompo la cara, ¡coño críos, joder!. Lanzaba las palabras alterada, con agresividad en la mirada, mientras preparaba tomate con aceite y freía salchichas.


(A mi madre)