"Flores en el camino", de Nancy Vechio

08.06.2019

Aquella carta llegó a sus manos años después.

Arrugada por el tiempo, de un tono casi amarillento, sin sobre que la resguardara, destinatario ni remitente.

La emoción hizo que buscara asiento en las piedras que adornaban el patiecito trasero.

Sabía a ciencia cierta quién había escrito ese mensaje, sus ojos reconocieron la letra de inmediato, marca indeleble en su corazón.

El tiempo puede hacer tantas cosas... menos olvidar.

"... Mamá, ya sé, desde que he marchado en el tren de las seis, no has dejado de rezar por mí.

Sé que miras todos los días por la ventana de la cocina, mientras revuelves la sopa que me gusta, espiando el regreso a casa.

Y mi querido Tom, atento a cualquier ruido, parando (levantando) sus orejas en señal de reconocimiento de mis botas... cómo los extraño, mamá...

¿Sabes? No traje aquí mucho papel, solo este pedacito que se está arrugando en el bolsillo, junto a una lapicera (bolígrafo) que tengo que entibiar con mis manos, no quiere escribir por el frio...

Escondido en las trincheras, con una buena parte de mi cuerpo en el barro... estoy bien, no te preocupes viejita, desde la oscuridad se pueden ver más lindas las estrellas aunque el cielo se ilumine de lunas de fuego y el silencio se quiebre por el sonido metálico del miedo.

Vine a luchar por mi patria.

Los enemigos también luchan por la suya.

Con los mismos miedos, compartiendo temores, siendo adversarios sin conocernos, sin más que el odio impuesto y sobreactuado de unos pocos, para que salgamos a luchar por fronteras limitadas con alambres de púas.

Por un puñado de tierra que no nos pertenece mamá, ni a mí ni a ellos, pertenece, como vos me enseñaste, a la Madre Naturaleza...

Pero veo que no lo entienden todavía, el ego triunfante desde sus cómodos sillones de mando ciega sus ojos...

Escribiéndote te siento cerca.

Ilumina mi alma.

Te cuento que mientras venía en ese tren, hice una travesura. De tu tarro, donde siempre guardas las semillas de flores para la temporada siguiente, te robé algunas.

Y desde la ventanilla de aquel vagón, dejé que el viento las llevara.

Así se mezclarían con algunas Quilimbai de un amarillo sol, contrastando con las Virreinas de color lila, adornando un paisaje que ya de por si es maravilloso, en este lugar del fin del mundo.

Mamá, espero regresar en unos días...

Juan.

Señora, sé que pasaron algunos años...

Sé que su valiente hijo es una cruz blanca, un nombre en la lista de bajas del ejército...

Yo mantuve en mis manos esta carta hasta ahora, que me armé de valor para entregársela.

En una de esas malditas noches oscuras, en que tuve que luchar contra el enemigo, su hijo se movió en las trincheras y disparé.

Sí, disparé.

Luego corrí para ver si podía hacer algo, con la esperanza de que solo lo hubiese rozado, o lastimado en una pierna.

No soy un asesino, estábamos los dos luchando por distintas naciones, siendo soldados en una guerra que no era nuestra.

¿Cómo odiar a quien no conozco?

Llegué a su lado, sostuve la herida con mis manos, pero el daño ya estaba hecho.

Hasta hoy resuenan en mi mente las palabras que dijo, desarmándome por completo.

Cuando su luz se apagó, busqué en sus bolsillos algo que lo identificara...

Me faltó coraje para venir a decirle que yo había quitado la vida de su hijo en aquel enfrentamiento inútil, y poder entregársela.

Sus últimas palabras fueron... ¿En qué lugar del alma firmo, para recuperar la paz?...

Lo siento mucho, señora...

Yo jamás recuperé mi paz...

Decidido a visitar también su tumba, tomó el tren hacia el sur.

Por la ventanilla del vagón divisaba flores nuevas en el camino.