"Mariposas de colores", de Eduardo Rojo Díez

23.05.2019

Entre la humedad de la niebla se abre camino el eco de una sirena. Son las seis de la mañana, la hora del cambio de turno en la fábrica de conservas. «Ya falta poco para que amanezca», piensa una anciana, Maruxa, que se encuentra tirada sobre un suelo de madera desgastada en la habitación de un edificio antiguo de tres plantas, de fachada desconchada y gris.

Maruxa lleva toda la noche acostada sobre la tarima, sin poder moverse, sin poder hablar, gritar... Padeció un dolor de cabeza repentino y abisal. Tuvo la sensación de que su cerebro se estrangulaba y de que la sangre desbordaba el cauce de sus arterias. Cayó al suelo a plomo, como un cuerpo inerte, y al despertarse solo vio neblina y confusión, quietud en el ambiente e impotencia en su mente.

Tras horas de zozobra, su corazón se tranquilizó al oír en el piso de arriba el taconeo habitual de cada mañana. Una mujer cantaba con una voz quejumbrosa y gutural, raspada por la arena del desierto, en una lengua que Maruxa identificaba pero que seguía sin comprender. Después sintió con claridad los temblores de los barrotes del balcón, semejantes a los redobles de un tambor lejano. El sol ya había levantado sus alas y, a contraluz, percibió con nitidez a través de los cristales el revoloteo de multitud de mariposas de colores.

La anciana se reconfortó con la visión. Analizó sin acritud el desamparo en el que sobrevivía desde que enviudó. Disculpó a su hijo, que no la visitaba ningún fin de semana porque empleaba su escaso tiempo libre en cuidar el jardín de su casona, comprada a precio de ganga en la aldea de su esposa. Añoró la compañía de su hija, desde hacía años inmersa en una vorágine de viajes y reuniones por media Europa.

Pasan las horas. Maruxa sigue tumbada en el suelo. La noche vuelve a tenderse sobre el lecho de su mirada agonizante. La sangre fluye lenta y tibia por sus venas. La espera le angustia, cree que únicamente un milagro puede salvarla. Pero con la vejez se ha vuelto escéptica y sabe que disminuyen sus opciones de esquivar a la muerte, que, recostada en el quicio de la puerta, ya empezó a mostrar su rostro afilado y zalamero cuando se quedó sola en aquella casa de alquiler. Una cuestión es creer en la existencia de los milagros y otra confiar en que sucedan fuera de la imaginación.

La sirena de la conservera repite su canto monocorde. Ella misma ha desgastado sus manos arrugadas y con artrosis, durante décadas, sobando anchoas y enlatando sardinas en esa fábrica a la vera de la ría. Han transcurrido más de veinticuatro horas desde que permanece arrellanada e inmóvil en el suelo, con su cerebro imposibilitado para enviar las órdenes pertinentes a los músculos. Solo sus ojos giran con parsimonia asustados por la incertidumbre, acobardados y escondidos en la profundidad de las cuencas oculares.

Amanece otra vez. Las brumas vuelven a colonizar el aire insano de la mañana. Resuenan las pisadas, como cascos de caballo, en la vivienda de encima. La canción de hoy supera en melancolía a la de ayer. La piel tamborileada sobre las piernas de alambre del balcón reverbera al ritmo cansino de los pasos de Semana Santa.

La anciana fuerza su vista para enfocar la cristalera y ver más allá de la vida. Pero, caprichos de la naturaleza, es su oído el que se aguza para captar en la lontananza un sonido amigo. En esta ocasión no es la sirena de la fábrica, sino el campanillo que tañe el barquero a esa hora para cruzar la ría, con una barcaza repleta de almas ambulantes que se dirigen cada día a la otra orilla.

Entre tanto, tras el ventanal de su habitación, Maruxa apenas logra ya divisar el vuelo acompasado y descendente de infinidad de polillas, ahora teñidas con tonos oscuros. Sus pupilas vidriosas impiden que se fije en su retina la imagen de las volátiles pelusas engendradas en la alfombra, que caen mansas, a golpe de tambor, igual que copos de nieve que buscan derretirse, agarrarse a lo invisible, como única esperanza para alcanzar la eternidad.