"Crónica de un sábado por la noche en una ciudad cualquiera", de Manuel Buendía Pliego

23.05.2019

El autobús urbano nº 3 recorre la ciudad de oeste a este, por lo que suele coincidir en él una heterogénea fauna, que a lo largo de su recorrido sube y baja del vehículo municipal, mezclándose así de una manera efímera las vidas y miserias de unos y otros.

Es sábado por la noche -las 22 h.- y las princesas adolescentes del extrarradio, exageradamente maquilladas, enfundadas en sus estrechos vestidos, y encaramadas en altos tacones, exhiben las distintas longitudes de sus piernas en un juego de seducción del que éstas no son conscientes; ni del método, ni de los resultados.

Ellos, sin embargo, juegan como cachorros despreocupados. La manada les da la protección necesaria para ser arrogantes y maleducados, inconscientes de que su mundo no es el único existente, aunque para ellos si lo sea. Sus voces resuenan en todo el autobús y todos nos enteramos del arsenal que han preparado para el botellón, incluidas las sustancias ilegales.

Una familia y algunas parejas también se desplazan al centro a pasar su asueto nocturno semanal. El interior del vehículo es un clamor de voces, risas y cierta despreocupación por el futuro, una auténtica exhibición del carpe diem.

Después de los barrios residenciales de las afueras, el autobús entra en la periferia del casco urbano, un barrio deprimido donde la vida no es fácil. Suben entonces algunos inmigrantes latinos, un par de mujeres mayores, y un tipo peculiar.

El personaje en cuestión debe andar por los cuarenta años, aunque aparenta muchos más, viste un chándal viejo, lleva el pelo largo desgreñado y luce una gorra. En una mano lleva una botella de cerveza y con la otra agarra algo parecido a un pañuelo de papel. Pasea por el pasillo del autobús chocándose con todo, y de pronto el vocerío y las risas se apagan.

El intruso sin pudor va pidiendo dinero a diestro y siniestro con una arrogancia y descaro que asusta, incluso se permite insultar en voz alta. Su cerrado acento andaluz y el balbuceo de su voz, impedida por el alcohol y las drogas de vocalizar medianamente, no apagan los insultos que se escuchan perfectamente. Incluso el conductor, en un acto de osadía, intenta sin éxito que el intruso se baje pero éste le enseña el billete y le deja sin argumentos. El individuo continúa con su labor de intimidación colectiva, y ahora el grupo de adolecentes está silencioso y ligeramente asustado por la presión dialéctica del intruso.

Todo el autobús está incómodo, una gran tensión se palpa en el ambiente, y de pronto, el individuo en cuestión me mira, se me acerca, y se sienta a mi lado. De pronto su semblante cambia, su voz se apacigua, y me habla en un tono más bien bajo: " A ti te gusta leer, a que sí?". Yo asiento con la cabeza, y él me explica en su idioma semi inteligible que lo ha visto en mi mirada, luego empieza a contarme su vida; entre sonidos guturales y los gestos, señalándose las venas de los brazos, logro entender que ha vivido al límite, aún lo hace, tiene todas las enfermedades posibles y espera morir como un perro cualquier día de estos.

Yo le escucho y le miro con atención sin decir palabra, y de pronto se levanta y mira de un rodeo a todos los viajeros con una mueca de desprecio, toca el timbre y se posiciona en la puerta de salida. Cuando el autobús para, gira su cabeza y me mira, con la mirada un poco perdida, levanta la voz y me grita: "Adiós gorrión, me has limpiao el alma". Y después se baja del autobús tambaleante, tal y cómo subió.

En pocos segundos el jolgorio vuelve, algunos comentan sobre el personaje. Esta noche los adolescentes harán su botellón, las parejas irán al cine o a cenar, y después harán el amor, las familias regresarán a sus casas después de un paseo por el centro de la ciudad, y un pobre drogadicto, después de posiblemente haber robado a alguien, se meterá su dosis y durante unas horas será feliz, esperando que el día que le llegue la muerte sea en esas circunstancias.