"Contagio" de Alberto Jesús Vargas Yáñez

12.09.2022

Cuando lo conocí llenó mi vida de flores y por eso creí que junto a él siempre sería primavera. Decidimos casarnos y hacer de nuestra casa un jardín de pasión y rosas amueblado con muebles de Ikea. Pero como no se puede ser feliz por costumbre, con el paso del tiempo fuimos olvidando los cuidados cotidianos, los detalles, las sonrisas y cuando quisimos darnos cuenta, todo se había marchitado. El espacio de nuestra convivencia era ya un lugar árido y triste. Sólo me quedaba el trabajo como único consuelo y en él me refugié para huir del silencio que se instaló entre nosotros.

Puede parecer paradójico, pero el contacto con la enfermedad e incluso con la muerte se convirtió en mi vía de escape y aliviar el dolor ajeno me ayudaba a no ahogarme en el que me provocaba el deterioro de nuestro matrimonio. En mi descolorida autoestima, el verde de mi uniforme de enfermera era lo que aportaba color a mis días. Fuera del hospital me consumía en mi papel de mujer cansada, coprotagonista de una historia con dos personajes que ya ni se tomaban la molestia de reconocerse aunque siguieran viviendo juntos por pura inercia.

Un día, un paciente a mi cargo entró en parada y hubo que aplicarle las oportunas maniobras de reanimación cardiopulmonar. Fue una intensa lucha contra reloj y cuando ya casi lo dábamos por perdido, conseguimos que su corazón volviera a latir. Al terminar el turno, agotada y a la vez satisfecha, en lugar de irme para casa me dirigí a un centro comercial.

Pasados un par de días, mi teléfono empezó a recibir WhatsApp de un tal Gerardo, un macizorro con cara de malote y barba de tres días que quería darme las gracias por lo bien que atendimos a su padre. Mostraba una clara intención de tontear conmigo y yo, sin cortarme un pelo, entré en complicidad con él. Pronto nuestras conversaciones adquirieron un tono deshinibidamente sexual que mi marido, fiel a su vicio de espiarme el móvil hasta el punto de interesarse más en él que en mí misma, no tardó en descubrir. A partir de ahí tuvo un curioso cambio de actitud. Volví a ser de nuevo objeto de su atención, aunque no de la forma que yo hubiera querido, sino como destinataria permanente de sus reproches. No eran reproches que hicieran alusión a mi escarceo extramatrimonial que él no podía admitir que conocía, sino más bien relacionados con cualquier aspecto de la actividad cotidiana: "cada día haces más ruido a la hora de levantarte", "siempre te dejas la luz del baño encendida", "no sé por qué te empeñas en seguir teniendo la casa llena de jarrones vacíos"...

Y así estuvimos un tiempo, no mucho, hasta que su ceño dejó de estar permanentemente fruncido gracias, al parecer, a los wasaps de alto contenido sexual que empezó a recibir de una tal Amanda y que él respondía sin desmerecer el tono. Eso pude constatar gracias a las regulares exploraciones que yo, lo admito, hacía a su teléfono cada vez que se metía en la ducha. No me gustó nada aquel hallazgo ni aquella morena con curvas de silicona, más joven que él y con una talla de sujetador como la que siempre me dijo que le hubiera gustado que yo tuviera.

Por suerte, Gerardo vino en seguida en mi auxilio y se las ingenió, inventando una historia que cualquier persona inteligente hubiera cuestionado, para colarse en el WhatsApp de Amanda y pedirle una amistad que ella, a la vista de aquel chulazo con aspecto de no haber leído ni las letras de sus tatuajes, hubiera sido ilógico que rechazara. Sin duda estaban hechos el uno para el otro.

Ahora Gerardo y Amanda mantienen una tórrida relación por WhatsApp y aunque no deja de ser más que sospechoso que ninguno de los dos proponga conocerse en persona ni videollamarse, siguen tan enganchados con su cibersexo escrito que hemos dejado de interesarles. Mientras, nosotros, como si lo suyo fuera contagioso, hemos desempolvado, entiéndase la expresión, nuestra vida sexual con tal grado de complicidad, que nada tenemos que envidiarles.

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero Rojas (Vitoria / Ciudad Real)