"Contaba mi abuelo" de Xabier Panera

12.09.2022

Contaba mi abuelo, y con más insistencia en sus últimos días, que si algo debíamos aprender de los animales era el saber seleccionar con inteligencia cuándo emplear la energía precisa para echar a correr, que en nuestro caso había de ser únicamente en caso de la propia huida o de petición de auxilio ajena. La pura diversión jamás debía motivar ese esfuerzo, por lo tanto, y los pueblos (como el suyo) proporcionaban las condiciones propicias para evitar caer en tal tentación y derroche. Casas, calles, o incluso la indómita naturaleza, habían sido moldeadas históricamente en el entorno rural para reducir el pulso de sus habitantes, para ver en lo pacífico algo más que una ausencia de guerra. Conocía él, no obstante, y perfectamente, cómo era el ritmo de las ciudades, a pesar de haberlas frecuentado en contadas ocasiones, y en ellas veía un uso desmedido e injustificado de las reservas energéticas humanas, totalmente malgastadas, decía, en actos tan banales como el de apurarse para tomar un transporte público, recorrer las infinitas sendas y vericuetos de un centro comercial, o, sí, en esa reprochable manía de hacer deporte a todas horas. No procede, repetía. Debes fijarte, pequeño (gustaba de llamarme así, independientemente de mi edad y estatura), en la obstinada dedicación de las personas con aquello que resulta fútil, no es si no, ya lo entenderás, una aceleración del proceso vital, que conduce inevitablemente a una muerte prematura.

Yo, realmente, disfrutaba con sus dramáticas disertaciones, había algo de cómico en ello. La seriedad de su mirada y la profundidad del discurso contrastaban con lo hilarante que me resultaba su preocupación por los hábitos poblacionales, y es que es totalmente incomprensible, repetía, que alguien decida conscientemente reducir su tiempo en la tierra, exponiéndose a actos deliberados de auténtico desperdicio. No hay locura comparable, sentenciaba. Atendía yo con paciencia, en el albor repetitivo de los días calurosos de verano, a sus soliloquios, sonriendo y asumiendo su preocupación, incorporando su mensaje como una parte de mis vacaciones, como un entretenimiento. El sol nos saludaba y se despedía de nosotros atendiendo a conversaciones similares, sumiéndome en un estado de letargo que conjugaba a la perfección con las tesis de mi abuelo. Así, bajo ese efecto de idílico narcótico estival, observaba el continente y no el contenido, y tardé en entender (tarde fue, por inevitable), cuál era el objetivo real de sus exposiciones, centradas no tanto en convencerme de llevar una vida pausada o alejada del asfalto, si no en transmitirme, con el aplomo de un hombre sabio, solamente sus pensamientos, con la conciencia plena de la proximidad de su muerte. Es lógico ahora pensar que tardé también en darme cuenta de que la comicidad ocultaba sufrimiento, y que, agotadas las expectativas que la vida le había concedido, sus palabras transportaban con igual medida una solicitud de auxilio y la necesidad de huida. Así que, por aquella vez y de manera justificada, ambos decidimos correr.

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero (Vitoria / Ciudad Real)