"Conciliábulo" de Diego Armando Martín Fernández

22.08.2022

Antes que dos cornudos de hombría vilipendiada y de odio exacerbado hubo dos señoras maltratadas. Antes de dos maridos deshonrados hubo dos mujeres desoladas y maniatadas que hallaron, bajo la protección de la luna y de las voladoras escobas, el amor que hasta entonces se les había negado. Antes de ser señaladas como brujas fueron amantes libres que, sin dañar a nadie, curaban sus heridas lamiéndoselas la una a la otra.

Pero la maldad y el machismo de la sociedad, sumados a una incapacidad para concebir el fenómeno extraordinario que determinados vecinos dijeron haber presenciado, vencieron a la pasión que ambas desprendían. Ante los dedos acusadores de los machos cabríos y de las mujeres sumisas no obtuvieron el beneficio de la duda, ni la posibilidad de explicarse, ni compasión alguna.

Fueron castigadas con alevosa perversidad y crueldad enfermiza. Si habían cometido el delito de elevarse sobre el cielo y de amarse pecaminosamente más allá de la medianoche, cumplirían la pena en la hora de las brujas.

La moralista justicia, para recrear el recorrido que las amantes realizaban cada noche de trabajo y de encuentros furtivos, resolvió que los prolegómenos de la pena de muerte dieran comienzo en sus respectivas casas. Cogidas de las manos por sus todavía esposos, caminaron semidesnudas entre una multitud que vociferaba portando llameantes antorchas. La aglomeración de las personas se abría al paso de las parejas, como las aguas del Mar Rojo bajo el influjo de Dios y de Moisés.

Y fueron salpicadas, no por el agua del mar oriental, sino por escupitajos e insultos.

- ¡Brujas! -gritó un grupo que asistía al lamentable espectáculo.

- ¡Arderéis en el infierno, zorras! ¡El fuego es vuestro destino! -gruñó otro.

- ¡Dios agradecerá vuestra muerte! -anunciaron los más devotos.

- ¡Hijas de Lesbos! -exclamaron quienes sentían más horror por la condición sexual de las mujeres que por su presunta brujería.

La plaga de seres con mentes ceñidas a unos cráneos enormes y a unos cerebros minúsculos era patente. Infinitamente más peligrosa que la sexualidad de las mujeres y que sus supuestos poderes brujescos.

Tras rehacer el trayecto nocturno de sus jornadas laborables, alcanzaron la plaza central del municipio. Allí, empujadas por sus maridos, las expusieron como despojos. La fuente sobre la que nacía una cruz de mármol, siempre rebosante de agua, se mostraba ahora sin una sola gota y rellena de paja. El lugar del que partían con sus escobas ya no desprendía aroma a liberación, sino a escarmiento. El símbolo cristiano del perdón mutó, y no por primera vez, en símbolo de vengativo repudio. Las dos mujeres, bajo el yugo de los códigos divinos y de las leyes de los hombres, quedaron relegadas a la consideración de cuerpos impíos a los que purgar mediante catárticas llamas.

Subidas a lo alto de la cruz y colocadas espalda contra espalda con la única separación del mármol del crucifijo, no pudieron despedirse de la vida viéndose las caras. Frente a ellas, la muchedumbre saltaba y celebraba la quema de las brujas. Frente a ambas, sus maridos, satisfechos, se recuperaban de las heridas causadas por la dolorosa y homosexual infidelidad.

Frente a las amantes que volaban sobre escobas, todos supieron que deberían guardar a buen recaudo sus ocultos romances. Pues entre el hipócrita y acobardado gentío, los había tanto de Lesbos como de Sodoma. Y como ya hiciera milenios atrás, el dañino dios cristiano aguardaría con su azote y sus plagas a quienes navegasen como renglones torcidos por las sagradas escrituras.

En la celebración de la pira que consumía las carnes femeninas solo lloró la confidente luna. Tiñendo de escarlata su luminosa figura les prometió que, en su memoria, se tornaría carmesí con cada cielo humeante. Así haría saber a los lugareños que las mechas encendidas traerían de vuelta a las amantes barrenderas.

Desde entonces, las lunas rojas se atribuyeron al resurgir de las brujas de entre las cenizas. Y durante las noches que salía tintada de ese color los hijos del dios más despiadado de todos se encerraban en sus casas bajo la más absoluta oscuridad. Sin candelabros ni hogueras ocultaban sus intransigentes vidas. La luz, esa verdad más más absoluta, era cosa de ellas.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)