"Cómplice silencio" de Ivette Crespo Bonet

04.07.2022

Nunca estuve de acuerdo.

Me negaba a convertirme en parte de aquella jauría vociferante que lo vapuleaba y exigía su muerte. Se me encogía el corazón cada vez que, más curioso que convencido, me asomaba a la ventana. Su rostro, el cual no conocí sino hasta aquel día, denotaba el cansancio y la resignación de los condenados a muerte cuando van de camino a su destino final. Cada vez que me asomaba a verle, un escalofrío estremecía mi cuerpo. Su mirada por un instante se cruzó con la mía. No vi angustia ni odio, solo una tristeza infinita.

La consciencia me castigó con preguntas de reproche con la esperanza de hacerme reaccionar. Llegué a infligirle golpes a mi propia humanidad, luché por animarme y gritar algo en su defensa. ¡Qué falta de valentía la mía! Admito que tuve miedo y era a tal grado que me congeló los huesos y me impidió defender a quien tanto le debía. Me tomó años aprender que la indiferencia es tan culpable como el dedo que acusa la infamia.

Hoy lo único que logro hacer es reconocer su valor. Que en un tiempo no hubiera podido sobrevivir sin su acertada llegada. Que sacó mi vida del hastío que herrumbra los sentidos, que dio brillo a mi existencia marchita y me hizo sentir que la vida vale la pena vivirla. Fue entonces mi salvación y tuvo el don único de saber poner consuelo a mi agonía. Como si hubiera adornado con estrellitas titilantes el más oscuro firmamento o como si hubiera trazado un arco iris con sus siete colores luego de un largo aguacero. Fue por su intercesión que un día comencé a ser feliz y me llevó de la mano haciendo que me enamorara. ¡Si hasta fue quien me enseñó a disfrutar los placeres del cuerpo y del alma!

Luego un día se marchó y me dejó en penumbras llorando lágrimas amargas. Tardó años en volver y por eso lo maldije. Era un rebujo mi vida pero a su regreso otra vez cambió mis penas por alegrías.

Desde mi ventana puedo ver claramente a sus detractores. Lo llevaban a punta de injurias y le lanzan piedras con un enojo que me parece tenían guardado por años y más años. Escucho sus enojados reclamos. Que si nunca te acordaste de mí, que si a mí solo me trajiste dolor, que si esperé en vano tu llegada. Me causa especial tristeza quien le reprocha que nunca se acordara porque, en honor a la verdad, creo que con todos cumplió. Un poco más o un poco menos pero nadie fuera como le reclaman. Como en procesión lo llevan y piden a gritos su muerte como en antaño ya se viera.

¿Es que no aprendimos nada?

Hoy, sin embargo, me siento como el más ruin de todos ellos. Desagradecido, cobarde y con silencio en el habla. No estoy de acuerdo con su muerte pero no hago nada por evitarla. Es un linchamiento al que tan solo doy la espalda. Vi por un tiempo cómo le insultaban con violentas canciones y cómo hacían en su nombre las más terribles barrabasadas. Yo lo lamenté con lamentos silenciosos, esos que nunca logran nada.

Cierro la ventana apartando la mirada aunque mis oídos oyen clarísimo el vocerío pidiendo su muerte y gritando con todas sus fuerzas.

¡Que muera el amor!

¡Que muera!

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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)