"Clarice" de Ángel Saiz Mora

05.11.2020

La joven entró en el café con paso ligero y un propósito: ocupar la mesa situada en una esquina junto a la cristalera, el rincón más luminoso y alejado de la actividad del local.

Sus movimientos fueron tan rápidos que nadie notó su presencia hasta que estuvo sentada. No había dado las buenas tardes. Cambió los gestos acelerados por otro de deleitosa lentitud al extraer un libro de una bolsa de tela, al tiempo que lo miraba como si de un tesoro se tratase.

Un camarero sacó del ensimismamiento a la clienta, que en ese instante respiraba el olor a papel nuevo del volumen. Su petición mecánica, sin levantar la vista, de un café con leche y sacarina, no quedó rematada con ningún «por favor».

El hombre tardó poco en regresar bandeja en mano. El pulso del profesional era firme, pero ella apartó de forma instintiva el libro de la superficie de mármol, temerosa de que pudiera mancharse. El café humeaba, en contraste con su frialdad.

El camarero se atrevió a preguntar si le gustaba ese escritor. Sorprendida, no menos que indignada, ella estuvo a punto de responder que era obvio, ya que acababa de comprar su último trabajo, o que se metiese en sus asuntos. Lo hubiera hecho de no haber añadido él que conocía toda su obra, incluida esa nueva novela.

La joven, por fin, miró al empleado a los ojos. Aunque consideraba que su aspecto era anodino había conseguido llamar su atención. Eran de una edad cercana. Nunca hubiese creído que alguien que trabajara en un establecimiento de esas características pudiese tener inquietudes literarias, menos aún parejas a las suyas. Cuando ella respondió que se trataba de su autor favorito se diría que había superado unos indudables prejuicios de clase, salvo porque lo hizo movida por una desgana evidente, con el mensaje implícito de querer terminar la conversación.

El camarero echó un vistazo rápido al local. En ese momento nadie requería sus servicios. Deseaba charlar un poco más. Aunque supuso que ella debía de saberlo, añadió que ese novelista guardaba muy bien el anonimato a pesar de la popularidad de sus letras, un caso singular en la literatura. Ante la falta de respuesta de su interlocutora se retiró con discreción, antes de recibir una queja formal que cada vez tomaba más cuerpo.

Con el ceño aún fruncido la joven abrió la primera página. Al leer la dedicatoria: «Para Clarice, allá donde se encuentre», deseó ser esa mujer hipotética, la receptora del cariño, tal vez aún no entregado a nadie, por parte del escritor misterioso al que admiraba, un mago que sabía tocar las fibras de la sensibilidad.

La tarde no daba mucho más de sí en el café semivacío. La lluvia pareció recoger a la gente en sus casas. El trabajador, sin nada mejor que hacer, pudo contemplar durante largo rato a la lectora que, sumergida en las páginas, no se percató de que era observada. Finalmente, ella hizo el gesto de solicitar la cuenta.

Pagó con tarjeta de crédito. Ya se levantaba cuando el camarero, como un cazador consciente de invertir su último cartucho, se atrevió a preguntar qué le parecía el libro recién comenzado. Ella hubiera contestado que una maravilla, al igual que todos los anteriores, pero pensaba que no debía dar ninguna explicación a ese empleado chismoso, cuya amabilidad profesional excedía los límites que consideraba admisibles.
Se marchó igual que había venido o peor: aún más silenciosa y arisca.

Mientras recogía su mesa, el camarero se reafirmaba en el convencimiento de que ese trabajo era la tapadera perfecta de su verdadero oficio, además de un foco de inspiración, una fábrica de situaciones para contar.

Al llegar a casa escribió una historia corta inspirada en su experiencia de esa tarde, la primera de un libro de relatos que pensaba publicar tras su última novela. Se preguntó si también sería del gusto de esa clienta y fiel lectora que, según quedó bien claro, tampoco era Clarice.

(Imagen: Autor Pep Boatella)