"Cirilo Murrieta" de Jesús Ugarte Vázquez

29.04.2022

Ocho de la noche en la plaza Laureles. Como todos los días, se espera una presentación excelsa de manos del mejor guitarrista contemporáneo: el gran Cirilo Murrieta, mi amo y mi ejecutor.

Me encuentro listo y bien afinado para que la gente admire mi voz dulce proveniente de mi caja de resonancia. El clima es perfecto. Esto es importante porque la lluvia puede dañar severamente mis piezas y el amo y yo no podemos pasar por esa clase de penurias. Sus manos tocan mis formas curvas con sutileza. Me siento protegido por su calidez, su tacto firme y seguro. Soy todo lo que tiene, y él es todo lo que tengo. Nos cuidamos el uno al otro y aunque a veces no sacamos lo suficiente en los transportes o en la plaza, tenemos siempre una canción para enfrentar la vida.

Empieza el concierto. Cirilo apoya la mano en las cuerdas cerca de mi boca y me hace cantar dulcemente. La gente empieza a voltear, viendo a mí amo golpear mis cuerdas con ritmo y su voz retumba contra mi cuerpo de madera. Una sensación magnífica. Mucha gente con audífonos pasa de largo, otras con su celular graban un rato el concierto y se van del lugar. Me parece que no será́ un buen día. El problema es que mi amo no ha comido. Cada vez que me recarga hacia su cuerpo, puedo sentir que se hace un espacio más grande en su abdomen. ¿Acaso seré yo el culpable?

La otra vez, en un concierto igual, la sexta cuerda se me reventó y, terminando el concierto, Cirilo recogió el dinero y solo vio cinco pesos. Tuvo que sacar un poco más de lo guardado para comprar una cuerda nueva. Ese día se quedó sin comer, y yo quedé avergonzado.

Termina el concierto y mi amo recoge las monedas: diez pesos, cincuenta centavos y aplausos de una pareja de ancianos. Con rabia se va del lugar queriendo llorar. Respirando con coraje, se dirige a un callejón y las lágrimas comienzan a caerle y yo, impotente, queriendo abrazarle y decirle que estaremos bien, solo puedo ver cómo se quiebra.

Como si todo esto no fuera suficiente, dos personas se acercan a mi amo y le piden lo ganado en la plaza. Lo iban cazando desde que estaba tocando. Nada tenemos y encima esto. Mi amo se niega rotundamente. Con un brazo me protege, se hace de palabras con los asaltantes, que sacan una navaja lo bastante larga como para atravesar un cuerpo, y empiezo a gritar, pero nadie me escucha.

Mi amo me toma del mástil. Los asaltantes lanzan un navajazo, pero él lo esquiva dando un salto para atrás. Cirilo me aprieta con fuerza, me alza y me estrella contra la cabeza de uno de los asaltantes. Finalmente escapan corriendo y yo quedo completamente destrozado.

Se tira al suelo rendido y llora de nuevo.

- Perdóname -me dice-. ¿Ahora qué hago?

Sin poderlo ayudar, y observando cómo se desmorona ahí en ese callejón sucio, pienso que lo mejor sería que se olvidara de mí. Veo mi cuerpo roto y vacío. Imagino que hay un hueco más grande en Cirilo. Un hueco alojado en el estómago o quizá ¿en el corazón? Pienso que lo mejor sería que tomara el dinero y comiera algo.

Al parecer leyó mi pensamiento pues me deja cerca de un bote de basura, no sin antes despedirse de mí como su amigo. Un beso. Pienso que fue lo correcto. Ya no tengo pretensiones de volver a ser reparado. Me basta con saber que verá un nuevo día. Todas las guitarras seré yo y ninguna habrá dado tanto a ese hombre. Adiós Murrieta.


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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi