"Cinco horas con Méhiel" de Marta García Garzón

27.10.2021

- Buenas tardes, ¿cómo sigue tu dolor de cabeza?- me preguntó el chico rubio de pelo largo.

- Estoy bastante mareada y confusa. No recuerdo cómo he llegado hasta aquí, pero gracias por interesarte -le respondí, descubriendo un poco de sangre alrededor de mi coronilla.

El interior de aquel ascensor con forma de cubilete acristalado filtraba tanta luz que resultaba incómodo. En cambio, lo que sí me agradaba era ver cómo los reflejos habían iluminado en exceso la suave tonalidad de mi traje informal, y ahora podía imaginarlo como un vestido de fiesta.

- Perdona por no haberme presentado antes, Aurora. Me llamo Méhiel -se disculpaba muy educado, mientras recogía su abundante pelo rizado en una coleta.

- Encantada de conocerte, pero ¿cómo sabes mi nombre?

- Digamos que te auxilié y te conduje hasta aquí, no sin antes preocuparme por saber quién eras. Lo dejaremos así -respondía sonriente, recordándome a cualquier querubín de los cuadros renacentistas.

- De acuerdo. En ese caso, te lo agradezco, pero ¿qué hacemos dentro de este ascensor? Por cierto, curioso nombre, Méhiel.

- Sí, lo es. Mis compañeros de la Tercera Tríada y yo tenemos nombres originales.

- ¿Tercera qué? No te entiendo, perdona, y tampoco puedo pensar mucho con este intenso dolor pulsátil. Seguramente, me parecerá bien todo lo que digas...

La buena memoria que siempre tuve me estaba jugando una mala pasada, pues aún me encontraba aturdida. Tras unos minutos, conseguí tener presente que esa tarde había salido a pasear a mi cruce entre "husky" y "schnauzer" mediano, y comenzó a chispear. La lluvia en Sevilla es siempre maravillosa, excepto cuando coge de improviso sin paraguas, sacando al perro y con el calzado inapropiado. Recordaba que anduve a gran velocidad por la acera, muy cerca de un hidrante contra incendios. ¡Claro, eso fue! Me había golpeado contra él, y entonces un joven de cabellos dorados se acercó a socorrerme.

- Exacto, Aurora. ¿Ves?, tu memoria no te ha traicionado tanto -decía leyéndome el pensamiento-. Pronto saldremos de aquí, no te preocupes. Has obtenido tus méritos para regresar a casa, pero antes debemos subir a la octava planta.

Méhiel vestía con estilo un uniforme impoluto. Confiaba en que era un inexperto ayudante de enfermería, empleado en un hospital con brillantes ascensores, y que en la octava planta me administrarían un calmante. Sin embargo, la situación resultaba muy extraña, no solo porque adivinase cada idea que pasaba por mi mente, sino porque intentase disimular las dos protuberancias que asomaban desde sus omóplatos.

La hendidura cercana a los pulsadores del ascensor ubicaba una pluma y un libro grueso, y toda aquella visual me hizo pensar en las ganas que tenía de seguir ideando algún final interesante para la novela que me mantenía ocupada al salir del trabajo.

-Tranquila, enseguida vas a estar delante de tu máquina de escribir -me decía con calma, mientras presionaba el botón número ocho.

- "La Octava Planta". Han colocado un cartel muy luminoso. ¡Qué casualidad que coincida con el nombre de un programa radiofónico que solía escuchar cada tarde! Quizás, quien apostase por él también haya visitado este lugar en alguna ocasión.

- Es posible, por supuesto. Sin salir del ascensor, se puede divisar el largo pasillo de luces blancas del que mucha gente habla. Todavía no tienes que adentrarte en él aunque hayas estado cerca, pues solo te lo muestro como curiosidad y fortuna. Espero que transcurra mucho tiempo y nos volvamos a ver por aquí cuando sea el momento adecuado.

Mientras descendíamos al sótano, mi dolorida cabeza ya lo había comprendido todo. Le di dos besos a Méhiel en aquellos mofletes tan pecosos, que explotaron de alegría y turgencia. Emocionada e inspirada, solo pensaba en volver a casa para acariciar a mi mascota y reanudar la escritura convirtiendo unos hechos ficticios en reales.

••••••••••

Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)