"Charlie" de Hugo Portal

29.07.2021

El gran día había llegado, Charlie ya no volvería a ver a sus amigos. No recordaba la última vez que el viento le había dado en el pecho con tanta fuerza, sin muros ni tejidos de por medio. Debía estar contento, pero no era así. De lo contrario, el pecho se le cerraba; había una angustiosa sensación que lo devoraba por dentro. En poco tiempo cumpliría sesenta años. No era un mal tipo, aunque en el albor de su juventud se descarriló y, tras ver varias balaceras pasar por encima de su cabeza, cayó tras las rejas. Treinta y cinco años para ser más preciso. Quizá se pregunten qué ameritó tantos años de condena. Lo único que puedo decir es que las balas perdidas tarde o temprano encuentran su final y estos no siempre resultan ser concreto sólido, una vidriera blindada o la carrocería de un coche.

Asimismo, el viejo Charlie poco tenía que ver con el joven pendenciero que supo ser. Allí, donde pasó la mayor parte de su vida, desarrolló su talento y encontró en la carpintería un pasatiempo exquisito. Casi sin darse cuenta, se vio rodeado de verdaderos amigos que, por azar del destino, compartieron tiempo y lugar. Claro que, por distintos motivos, el grupo se fue reduciendo con el paso de tiempo. Sin embargo, las amistades cosechadas en esos años estaban selladas por la eternidad misma.

¿Qué se puede hacer cuando hay más por detrás de lo que queda por adelante? Pues Charlie, como cualquier otra persona promedio, tenía esa nostálgica sensación incrustada en la retina de que todo tiempo pasado había sido mejor. ¿Qué sería de su pequeño taller de carpintería y de sus herramientas? Peor aún, ¿qué sería de ese mueble que dejó sin terminar? ¿Acaso los muchachos lo recordarían? ¿Quién ocuparía su lugar en la mesa de truco?

Sus ojos se empastaban con lágrimas gruesas que se negaban a salir, lágrimas que se aferraban a sus ojos como el viscoso aceite a los engranajes de un motor. Pero ese dolor no era tan malo, pensaba. A veces resultaba necesario para recordarle que estaba vivo. No obstante, Charlie ya no quería volver a sentir ese fatídico suplicio. Sus manos temblaban. Por momentos, parecía que el cuerpo desgastado de tantas mañanas frías y tantas noches en vela se desvanecía.

Con mucho esfuerzo trepó por la baranda del puente, no sin antes descalzarse, pues quería sentir el frío del hierro y el concreto al estar del otro lado. Era tarde para volver al principio del puente y al final de este solo estaba la ciudad sombría, repleta de gente ocupada llenando sus almas con café negro y sus ojos con anuncios coloridos. Sin embargo, a su frente se extendía el rio que se perdía en el horizonte azul. A sus espaldas, un tormentoso cúmulo de nubes avanzaba a paso de marcha fúnebre: lento y solemne. Era como si este hubiera venido a acompañarlo, cubierto en un manto de luto grisáceo.

El hombre apoyó las manos temblorosas sobre el barandal y se sujetó unos segundos. El corazón le golpeaba el pecho como un condenado que quería salir. Levantó el mentón y se llenó los pulmones de fresca brisa veraniega. La saboreó con la boca, la degustó con la nariz e incluso extendió sus brazos para sentir la sedosa corriente con la yema de los dedos. Sin dejar que esta saliera de su interior, se dejó caer. El gran día había llegado, Charlie ya no volvería a ver a sus amigos.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA