"Cantando en Mongolia" de María Jesús Cava Mesa

27.10.2020

Subí por las escalerillas que daban acceso a aquel Fokker F27 construido en los años 50. Salía desde el aeropuerto de Beijing. Era el 1 de agosto de 1983. Volaba hacia Hohhot, la capital de la Mongolia interior china, acompañada de un reducido grupo de viajeros. La apariencia frágil de aquel envejecido avión nos hizo ironizar a todos sobre la seguridad del vuelo. El prototipo era un turbohélice. Por todo detalle durante el trayecto se nos ofreció una botellita de agua y un abanico, y fui concentrada con la esperanza de que llegáramos a nuestro destino sin sobresaltos.

Al aterrizar en aquella ciudad, más grisácea que azulada, a diferencia de lo etiquetado por la propaganda turística, no me sorprendió que el comisario político que nos acompañaba dijera con orgullo que éramos el segundo grupo de españoles que entraba en esa región autónoma.

Es curioso comprobar lo que he retenido de aquellos días, con el paso del tiempo: la originalidad del "templo de las cinco pagodas", uno de sus alicientes arquitectónicos, aquellas amplias calles mal urbanizadas, el pabellón militar reconvertido en hotel donde nos alojaron y las muchas cucarachas. Mi sentido estoico de la vida se acomodó fácilmente a las incomodidades.

Las imágenes mentales son cripta de conocimiento y también un salvavidas para la supervivencia emocional. En aquella ciudad desapacible y pese a la advertencia de que no caminásemos en solitario -menos aún de noche- recorrí algunas calles en paralelo a la del hotel. La primera sorpresa fue ver en torno a una tenue luz, a pie de acera, gente leyendo libros bajo las farolas que iluminaban la calle, y un diminuto establecimiento donde vendían sopa y pasta. Un experto cocinero estaba fabricando tallarines. Quedé absorta contemplando los movimientos precisos y rapidísimos que hacía con sus manos, hasta convertir aquella madeja de pasta en múltiples hilos que parecían cuerdas de un arpa.
El viaje en autobús hasta los extensos pastizales de Zhaohe fue tedioso y la llegada hasta el campo de yurtas, difícil. Las tribus nómadas vivían en condiciones poco higiénicas. Eran la expresión nítida del medio y del sistema. Algo que nunca más volverá, y que pude conocer en el inicio del cambio para el país.

Todo quedó compensado por dos hechos inolvidables.
Uno, el espectáculo celeste de noches estrelladas, con cometas cuya frecuencia me dejaba perpleja. El segundo fue revelador. La comuna que vivía de la explotación ganadera organizó una fiesta popular en una gran carpa. Hubo un largo repertorio de discursos y canciones. Impactaba lo monocorde de aquellas melodías, pero la sesión folklórica discurría de forma tediosa y me dediqué a observar los dibujos de la carpa. Entonces me percaté de que, en sus esquinas, había resquicios por donde multitud de ojos veían el espectáculo. Eran jóvenes soldados chino-mongoles vestidos con el clásico uniforme maoista. Cuando parecía ir concluyendo la fiesta, el guía tradujo las palabras del jefe de la comuna y pidió que cantásemos algo los españoles. La zozobra nos invadió. Se hizo un silencio prolongado e incómodo.

Mi vida siempre ha sido una explosión de arrojo y timidez, y allí me reafirmé como una espontánea movida por el sentido del honor. Creí que era una ofensa para la comunidad anfitriona no devolver cualquier gesto de cortesía. Y no sé como bajé la grada donde estaba sentada. De un salto me situé en mitad de la pista para entonar como pude algunas estrofas del zortziko Maite. No fue mi mejor actuación... pero al terminar, aplaudieron pidiendo más. Sin embargo, mi miedo al ridículo me frenó, y rogué que me sucediera otro viajero. Por suerte, alguien entonó algo que cantamos a coro, muertos de risa: ¡Clavelitos!

Cuando salí de la China de Deng Xiaoping, codifiqué en mi memoria cosas inverosímiles: los primeros anuncios de lavadoras, las gigantescas montañas de coles apiladas en aceras para su venta libre, los millones de bicicletas, y los licores de graduación imposible como inicio de frugales ingestas. China sería otra China en pocos decenios. Mao estaba más que muerto, pensé.

Fue una experiencia increíble. Tanto como el epilogo del viaje. Bilbao había sufrido unas inundaciones terribles, y tardé una semana en poder volver a casa.