"Cantando en Mongolia" de María Jesús Cava Mesa

Subí por las escalerillas que daban acceso a aquel Fokker F27 construido en los años 50. Salía desde el aeropuerto de Beijing. Era el 1 de agosto de 1983. Volaba hacia Hohhot, la capital de la Mongolia interior china, acompañada de un reducido grupo de viajeros. La apariencia frágil de aquel envejecido avión nos hizo ironizar a todos sobre la seguridad del vuelo. El prototipo era un turbohélice. Por todo detalle durante el trayecto se nos ofreció una botellita de agua y un abanico, y fui concentrada con la esperanza de que llegáramos a nuestro destino sin sobresaltos.
Al aterrizar en aquella ciudad, más grisácea que azulada, a diferencia de lo etiquetado por la propaganda turística, no me sorprendió que el comisario político que nos acompañaba dijera con orgullo que éramos el segundo grupo de españoles que entraba en esa región autónoma.
Es curioso comprobar lo que he retenido de aquellos días, con el paso del tiempo: la originalidad del "templo de las cinco pagodas", uno de sus alicientes arquitectónicos, aquellas amplias calles mal urbanizadas, el pabellón militar reconvertido en hotel donde nos alojaron y las muchas cucarachas. Mi sentido estoico de la vida se acomodó fácilmente a las incomodidades.
Mi vida siempre ha sido una explosión de arrojo y timidez, y allí me reafirmé como una espontánea movida por el sentido del honor. Creí que era una ofensa para la comunidad anfitriona no devolver cualquier gesto de cortesía. Y no sé como bajé la grada donde estaba sentada. De un salto me situé en mitad de la pista para entonar como pude algunas estrofas del zortziko Maite. No fue mi mejor actuación... pero al terminar, aplaudieron pidiendo más. Sin embargo, mi miedo al ridículo me frenó, y rogué que me sucediera otro viajero. Por suerte, alguien entonó algo que cantamos a coro, muertos de risa: ¡Clavelitos!
Cuando salí de la China de Deng Xiaoping, codifiqué en mi memoria cosas inverosímiles: los primeros anuncios de lavadoras, las gigantescas montañas de coles apiladas en aceras para su venta libre, los millones de bicicletas, y los licores de graduación imposible como inicio de frugales ingestas. China sería otra China en pocos decenios. Mao estaba más que muerto, pensé.
Fue una experiencia increíble. Tanto como el epilogo del viaje. Bilbao había sufrido unas inundaciones terribles, y tardé una semana en poder volver a casa.