"Café tinto" para un funeral de Ivette V. Ruiz Lacoste

08.08.2021

El verdadero afecto aminoraba cualquier intento de la pertinaz lluvia para disuadir a los invitados en casa de Teresa, quien recorría cada rincón con una inusual alegría al ver reunidos a sus hijos, nietos, hermanas, vecinos, y hasta el sacerdote del pueblo que entraba presuroso debido a la ventisca.

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Meses después de la muerte de su esposo, Teresa decidió mudarse a un lugar aislado para purgar su melancolía. Se estableció en Artemisa, una pequeña ciudad cubana con aproximadamente cincuenta mil habitantes, a una hora de distancia de La Habana. Los motivos sobraban para querer refugiarse con su dolor y resguardar sus sentimientos de almas insensibles.

La nueva casa tenía el espacio justo para ser decorado con los pocos vestigios heredados de sus seres queridos y los años de vida en la capital: setenta para ser exactos.

- Será mejor tener todo en la mesita de noche; el peso de las ausencias y la memoria ya me están jugando una mala pasada -murmuró mientras guardaba las fotografías familiares, una estampa de santa Bárbara, otra de san Lázaro y las cartas escritas por el hombre a quien amó con devoción. Encontró algunas envolturas de puros habanos Partagás que le recordaban cómo su esposo disfrutaba de aquellas tardes de tertulia junto a su infaltable café tinto y Mi dulce amante, de Bienvenido Granda, que sintonizaba con dificultad en una vieja radio.

De manera voluntaria, Teresa se sometió a una soledad que la obligó a encarcelarse en su propio mundo, aunque a veces debía transgredirla para recibir visitas que alteraban su rutina. Evitaba asistir a bautizos por considerarlos ceremoniosos y a funerales para evadir las penas.

- ¡Vamos a preparar un asado, doña Teresa!-. Era la excusa perfecta que sus vecinos encontraban para rescatar de la nostalgia a la solitaria residente de su municipio.

Con las provisiones mensuales que enviaban sus hijos, se afanaba en preparar suculentos tentempiés para el deleite de todos; solo en esas ocasiones el infaltable Bacardí ayudaba a disipar los recuerdos.

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La incesante lluvia no amedrentaba a los asistentes, Teresa estaba ansiosa por el correteo de sus nietos que, en cierto modo, perturbaba la solemnidad.

- Si él los hubiera visto crecer- susurró evocando a su difunto esposo.

Sus dos hijos, en cambio, preparaban café tinto para los invitados manteniendo la costumbre de su padre de tomarlo bien cargado. Luis y Elena eran abismalmente opuestos en el carácter, los gustos y las visiones de vida; solo en una cosa coincidían: el amor incondicional hacia su madre.

Teresa inspeccionaba cada acción en silencio, se detuvo detrás de ellos conteniendo la insinuación de una ligera caricia.

- Los amo, no saben cuánto- musitó alejándose para no invadir sus espacios.

Sentadas en un vetusto sofá, fisgoneando a los presentes, estaban las cinco hermanas de Teresa.

- El tiempo nos ha cobrado factura- pensó al observar los platinados cabellos y las evidentes arrugas de aquellos rostros desencajados.

Una paleta de grises pintaba el cielo, lo cual provocó que poco a poco cada rincón del hogar se inundara de pesares. De repente, una sombra oscureció el entorno, Teresa percibió una extraña sensación mientras la suave melodía de "Mi dulce amante" se escuchaba en su alcoba.

- ¡Su canción preferida! -, recordó.

La puerta estaba abierta, entró sigilosamente. Se quedó inmóvil al ver la silueta de un hombre que estaba sentado en la mecedora, donde ella tejía cada tarde.

- Mujer ¿por qué has tardado tanto? - exclamó este.

Teresa lo reconoció, algunas lágrimas rodaron por el rostro ensombrecido ante la súbita presencia.

- Ven, siéntate a mi lado, como en los viejos tiempos-, pidió con un movimiento de brazos.

Ella accedió un poco incrédula, mientras en la cocina el olor a café tinto era cada vez más intenso.

- ¡Tantos recuerdos, mi amada Teresa!-, expresó el hombre aspirando el inconfundible aroma.

Nuestra historia familiar quedó sellada entre las paredes de nuestro antiguo hogar y comprendo que era perturbador para ti permanecer más tiempo allí.

Te he acompañado siempre, sé que nuestro amor seguirá siendo infinito- le dijo tomándola de la mano.

En ese momento, todos se agruparon en torno al sacerdote.

- Ha llegado la hora-, dijo con la voz entrecortada, cerrando el ataúd en el que reposaba el cuerpo de Teresa.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA