"Buena gente", de Mariano Ortiz

23.05.2019

Corría el año 1981. Sentado en la banqueta del barracón, mataba el tiempo leyendo una de esas novelas de bolsillo de western; otro día más igual que todos los de ese año 1981, pensó. El campamento estaba en Castellón de la Plana y no terminaba de entender cómo era posible que hacer estuviese allí en aquellos días con las fiestas de la Magdalena. La vida es un contrasentido al que no encontraba explicación ni en las páginas de buenos y malos, pistolas y bandoleros, putas con puntillas y caballos aplastando el polvo de las calles.

Estaba ensimismado con el texto de aquel pequeño libro y casi no sintió cómo le llamaban a lo lejos por su nombre. El cabo furriel quería anunciarle que tenía un permiso de cinco días. El corazón le dio un vuelco; pensó mil cosas en un segundo, en su familia en Málaga, a los que no veía desde hacía tres meses, el mismo tiempo que tampoco veía a la chica con la que empezaba a salir y que estaba trabajando en un hotel de Malgrat de Mar.

No lo dudó. Hizo el petate y puso rumbo a Barcelona todo ilusionado, sin pensar lo que se podía encontrar a esas horas al llegar a la estación de Sants.

Era el único viajero en el compartimiento del tren. Volaba ilusionado con la planificación de aquellos días para apurar el tiempo; sintió abrirse la puerta y entraron dos chicos y una chica riendo y hablando en catalán. No le saludaron y se sintió mal, no estaba acostumbrado a estar en un lugar pequeño con gente que ni saludaba. Es de un pequeño pueblo de Málaga y allí todos se saludan siempre; se sintió muy pequeño y vulnerable. Casi no salió del pueblo y de repente se aventuraba a ir hasta una ciudad que no conocía y sin saber muy bien cómo iba a llegar.

Poco después comenzaron a hablarle. Cuando les dijo que no les entendía se disculparon y enseguida entablaron conversación y les contó sobre mi viaje para ver a aquella muchacha. Pensó que parecía un ingenuo pero, pensó, aquellas eran buenas personas...

Sus nuevos amigos estaban preocupados por él. Eran las doce de la noche y ya no habría ni autobuses ni trenes. Estaba decidido a dormir en la estación, pero le dijeron que eso era una temeridad, que aquello no era su pueblo. Le propusieron que bajase con ellos en la estación del Norte y que desde allí fuese con la muchacha hasta San Andrés Condal. Ella había quedado allí con otro amigo en un bar con el rótulo rojo, y su amigo llevaba un 127 rojo.

San Andrés estaba cerca, la chica y el viajero caminaban y buscaban el bar con rótulo rojo. Dieron unas cuantas vueltas, pero no aparecía ningún rótulo rojo y los coches no eran 127 ni rojos. Después de una hora, decidieron ir a la Comisaría a preguntar por el bar. Nadie les pudo ayudar.

Lo peor es que apenas tenían dinero. La muchacha habló con un taxista y, no se sabe cómo, consiguió que les llevara hasta el siguiente pueblo. Al llegar, el taxista paró a un coche que pasaba, le contó de su aprieto y se ofrecieron a llevarlos con ellos hasta otro pueblo al que iban. Eran las dos de la madrugada y volvían a estar sin transporte, casi sin dinero y a 15 Km de su destino, ella con una maleta y él con un petate.

Decidieron seguir andando por la carretera y en esa hora de marcha les dio tiempo para contarse muchas cosas. Paró otro coche y, para su alegría, iba hasta San Celoni.

El soldado seguía pensando en dormir en cualquier sitio, en un portal o un banco, pero ella se negó. Tenía una habitación alquilada en el "Hostal Suizo" y le sobraba una cama. Luego podría seguir su viaje.

Mientras que desayunaban churros en la estación "se miraron con los ojos del corazón". Se dieron un abrazo "apretao" como los de su pueblo y se despidió de ella sintiendo que en aquel viaje había encontrado a mucha buena gente.