“Bajo la mesa del maestro” de Miguel Ángel de la Calle Villagrán

Por aquella época, Padre y Madre pensaban que aunque aún era pequeño, me vendría bien ir a la escuela. La realidad era que, con seis hermanos y dos más pequeños que yo, había que aligerar la tarea de Madre. Así que Padre habló con don Pedro a ver si me podía admitir, a pesar de que aún no tenía la edad. Don Pedro llegó al pueblo unos años antes de la llegada de la segunda República. Por lo visto, según me cuentan, fue maestro de mi padre, en los pocos años que éste pudo asistir a la escuela. Era ya mayor o a mí me lo parecía cuando asistí por primera vez a la escuela. Vivía en la casa que el ayuntamiento tenía en los bajos de la casa consistorial. Aún no se habían hecho las dos casas de los maestros, en la salida de la carretera de Villaverde. A don Pedro le envolvía un aire machadiano, bondadoso, resignado, ausente. Llamaba la atención la tristeza de sus ojos y su traje viejo pero digno.
Al comenzar la Guerra Civil, desapareció durante una época, para volver avanzados ya los años cuarenta. Dicen que fue desterrado, represaliado, encarcelado. A ciencia cierta, nadie ha sabido explicarme con certeza la verdad de lo ocurrido. Este tema siempre estuvo rodeado de un halo de misterio. La escuela, situada en la plaza, entre el ayuntamiento y la iglesia, era un caserón aislado y rectangular. Se accedía por unas escaleras, con barandilla de hierro forjado. Desde la entrada se dominaba bien su distribución. Dos pizarras, tres filas de pupitres de madera, ventanas al este y el oeste. En el centro, entre las dos pizarras, la mesa del maestro. En un rincón, junto a la pizarra de la derecha, una estufa que ayudaba a mantener la temperatura en los peores días de invierno. No faltaban mapas y un par de armarios con una mínima carga de libros, que a nosotros nos parecía la mejor biblioteca del mundo.
El suelo estaba entarimado con vieja madera clara de pino, sin brillo y sin barniz. Las pizarras y la mesa de don Pedro estaban más elevadas que el resto, dándole el aspecto de un escenario. En este altillo las mozas y los mozos representaban todos los años comedias.
El primer día, don Pedro me situó debajo de su mesa y me encomendó un trabajo. Me dio una vara reluciente de fresno que tenía, aunque no la usaba, y me dijo: "Al que hable le das con la vara". Inconsciente, vigilaba yo atento desde aquella especie de teatro de marionetas. Tan pronto vi hablar al primero, bajé de aquel escenario decidido, pero ¡ay, ay...! Me encontré con que aquella cara era la de mi hermano mayor. Asustado y confuso me volví hacia el maestro y le devolví la vara. El se acercó y con sus manos en mis mejillas me dijo al oído: "¡Muy bien Miguelito, no se pega a nadie y menos a un hermano!". Y sacando del cajón una cartilla, empezó a enseñarme las letras. A, E, I, ...
Su mujer Gala, era muy querida por todos. Corría por el pueblo una especie de trabalenguas que sabíamos hasta los niños. Decía algo así como:
" A gala tiene la Gala,
ser la mujer del maestro,
el maestro tiene a Gala,
la Gala tiene a don Pedro".
Nuestro patio era la plaza, acostada sobre el ayuntamiento y acunada por la iglesia, la escuela y la casa del tío Jonatás. Todos los días salíamos al recreo a la misma hora. Los mayores jugaban al marro, a la cuba y el cubeto, al escondite. Los pequeños correteábamos de un lado al otro. Don Pedro, siempre sentado en una banquilla, junto a la pared de la escuela, nos observaba a todos. De pronto, como en una estampida, los niños corrieron hacia la puerta de la iglesia. Era el cura y desde su atuendo negro ofrecía, para ser besada, su pálida mano. Don Pedro, mirada perdida, parecía observar la escena. Yo me refugié entre sus piernas. "¿Tú no vas Miguelito?" Me preguntó. Yo, negué con la cabeza e introduje mi cara en los forros de su chaqueta.