"Bajo la lluvia" de febrero de Adolfo Marchena Alfonso

12.08.2021

Perder el rumbo. Como si un tren descarrilase, a punto de llegar a la estación y no quedase nada. Nadie dijo que existiera un destino compartido y, sin embargo, aquellas vidas encontraron un final igual de trágico y amargo. ¿Qué pensaron, aquellos hombres y mujeres, antes del mortal golpe? Desconocemos a dónde nos llevará el tránsito y buscamos. Pero no hay respuesta; sólo especulación. El único superviviente, tumbado boca arriba en un promontorio cercano, cerró los ojos. Una balada comenzó a sonar, entonces, bajo la lluvia de febrero.

Las madres se asoman a la ventana, de vez en cuando, para vigilar a sus hijos, que juegan al balón o las canicas en la plaza. El niño, que ahora es hombre y permanece tumbado en la cama de un hospital, entubado y conectado a una máquina, intuye que pronto habrá de regresar a casa, donde su madre le reñirá, de nuevo, y él fingirá sentirse mal y comprenderlo todo.

Luchar para vivir. Como si no se percatase de que, a su alrededor, el mundo continuará, terco, en su involución y su fracaso. ¿Acaso sabían los médicos, las enfermeras que existen infinitas maneras de morir, tantas como las hay de matar? Debía regresar, de alguna manera debía encontrar la salida de aquel laberinto. Quiso mover los dedos de los pies hasta que le venció el sueño en el intento. En ese momento supo que debía tocar el aire; tocarlo en la profundidad de una piel y su destino. Supo que era necesario, para regresar a esa vida que abandonó junto a las vías del tren y la lluvia de febrero.
El niño subió a regañadientes a casa. Llegaba tarde, sucio y con una herida en la rodilla. A pesar del enfado, la madre empapó un trozo de algodón con alcohol y le limpió la carne. Luego le puso mercromina y la cubrió con una tirita. Se sentó frente al plato y separó las patatas del huevo frito. Volvió a levantarse para coger el abrelatas bajo la atenta mirada de la madre. Y supo que debía andarse con cuidado; otra herida no le haría gracia a nadie y con una tirita tenía suficiente.

Al despertar sostenía el aire entre las manos. Pensó en los seres humanos, quienes constantemente tocan, sin apreciar el gesto. Tocan los cubiertos, los cuerpos, el alma, el volante de un coche; tocan los instrumentos musicales y los instrumentos quirúrgicos; tocan la fibra -o eso dicen- de los otros. Tocan las campanas, la piel, el llanto, las teclas de una máquina de escribir; tocan el miedo. Entonces sintió que un dedo del pie se movía. A voluntad o no, poco importaba. La sensación de movimiento le hizo recordar las calles de una ciudad que echaba en falta.

El día que el niño dijo haber tocado el aire, todos los adultos se burlaron. No paraban de reírse con sus ocurrencias. Eso exclamaban: vaya imaginación tiene el jodío. Sus antecedentes le condenaban, al niño. Viajaban en coche por una carretera estrecha. Giraron a la derecha y cogieron una parcelaria que les llevaba a las campas donde la familia solía pasar el día. La madre le preguntó qué deseaba ser de mayor. Caballo -contestó, simplemente. Quisieron conocer el motivo y él afirmó, tan convencido: para comer hierba. Ya en la campa, reunida la familia, la abuela trasladó la anécdota del caballo y todos rieron como una orquesta desafinada. El niño se alejó, camino del pinar, sopesando la estupidez de los adultos.

La enfermera de guardia entró en su habitación y lo encontró despierto. No tardaron en llegar el doctor y otras enfermeras. Aquel bullicio y ajetreo fatigó sus intenciones. Le sometieron a una batería de preguntas: que cómo se llamaba; dónde vivía, cuántos años tenía; si recordaba algo del accidente. Contestó a todo con firmeza pero les ocultó que, para regresar, fue necesario tocar el aire. No lo confesó porque aún escuchaba las risas de unos familiares que, ahora, ni siquiera intuían que el motivo para ser caballo no era otro que el de comer hierba, tranquilamente, como quien toca el aire.

••••••••••

Imagen: Autor, CIRO MARRA