"Bajo el agua" de Lola Sanabria García

30.10.2020

Me gustan las hebillas. Grandes, medianas, pequeñas. Plateadas, doradas, de latón, estaño, plástico. Ovaladas, cuadradas, redondas, con forma de flor, estrella, bisonte. De un pasador o más. Son muchas y variadas. De los cueros y telas que ceñían cinturas, colgaban bolsos, cerraban zapatos y botas y adornaban trajes y gorros, en cambio, no quedó nada después de la inundación. El agua lo pudrió todo. Pero permanecen las hebillas que esparzo sobre las losas del patio, secas por el sol de días, meses, años. Elijo esta o aquella y enfrío la calentura de un labio, el calor afiebrado de mi frente cuando te recuerdo en toda tu plenitud.

Yo quiero el andar ruidoso, la risa de escándalo, insolente, que pregonaba a los cuatro vientos por las callejas de la ciudad, tu condición de joven. Te creías inmortal. ¡Quién no a tus años, a los míos! Y desde esa creencia construías un futuro sin casi proponértelo. Ibas a la universidad con ganas, como si allí se fraguara una gran fiesta. Los míos, mis colegas, esa era tu manera de referirte a los compañeros. Me habría gustado acompañarte. Sentarme a tu lado solo por el gusto de estar ahí mirándote, sin que tú me vieras, observando cómo tomabas apuntes; qué decías. Y así lo imaginé muchas veces. Te seguía por los pasillos y compartía tus cafés y croasán en la cafetería.

¿De dónde has salido?, fue lo que me dijiste el primer día, cuando pasaste por la tienda a comprarte un cinturón. Te puse mala cara. ¿Qué pregunta era esa? Y tú cambiaste los libros de brazo, como si jugaras a barajarlos, y te echaste a reír.

- No te ofendas. Pareces salida del cuadro La chiquita piconera- dijiste sin perder la sonrisa.

Agaché la cabeza y contuve la risa. Volví a coger el cincel y te dejé mirar los bolsos, las cubiertas para libros, las botas y los cinturones. Elegiste uno. Entonces me levanté para cobrarte y tú rozaste mis dedos al entregarme el dinero. Me esperaste a la hora de cerrar y fuimos a tomar un café. Enseguida supe que tomaríamos la ciudad, amándonos en sus plazas y calles, en cualquier rincón, casa o esquina.

A primeros de octubre comenzaron las lluvias. Gotas frías que manaban sin tregua de un cielo que se desbordaba, borracho de agua.

Echábamos de menos el olor del azahar de la primavera aún lejana, mientras bebíamos el café de media tarde, cuando ocurrió.

Un bramido de animal furioso. Y con él llegó el diluvio que lo barrió todo. Sillas, mesas, tazas, vasos y cucharillas salieron despedidos con la violencia de la ira incontrolada. De nada sirvió aferrarse a una columna, o a la barra. Brazos, piernas y cabezas se golpeaban unos contra otros.

Cuando cesó, te busqué en las profundidades del suelo anegado, y te vi caído como un muñeco roto. Llevabas el cinturón. En eso me fijé. Y en los que pendían del mío. Esos que había llevado para enseñarte. Enganché uno al tuyo, lo cerré con la hebilla y seguí formando eslabones rematados en mi cintura. Tiré de ti. Y te saqué. Te recuperé para que sigas conmigo. Todo será mejor que antes. Un poco más mayores, nada más. Ahora descansas. Aún te crees bajo el agua. Pero sé que me escuchas, que estás atento a lo que te digo.

Me gustan las hebillas. Son fuertes, resistentes. No se rinden. Como yo. Como tú. Como nosotros. Sé que en cuanto estés preparado para volver, nadarás hacia la superficie, sacarás la cabeza y me preguntarás de dónde he salido. Tomarás de nuevo la palabra, con esa vitalidad que te llevó hasta mí. Y volverás a decirme que soy el vivo retrato de La chiquita piconera.

Imagen: Giuliana Loiaconi como "La chiquita piconera". Autor: Juan Carlos Sarmiento