"Bajo cobre y oro" de Franco Galliussi

05.11.2020

Metros... Setecientos metros... Alrededor de cien miden las cuadras de mi barrio. Recorrer siete de ellas a pie no le llevaría más de diez minutos a cualquiera. Creo que los natatorios olímpicos miden cincuenta de longitud, seguramente un nadador podría dar catorce vueltas sin siquiera cansarse. Y si una cancha de fútbol tiene cien metros, serían cuatro idas y tres vueltas, que a trote suave no harían transpirar a un futbolista. Pensándolo así, setecientos metros me parece una distancia corta.

Mi papá solo está a setecientos metros de mí: pensarlo en metros no duele tanto. En cambio, si admito que lo que nos separa son más de setecientas mil toneladas de piedra, mi estómago se retuerce y el llanto es inevitable. Prefiero que sean metros.

Ni el sol, ni la luna llegan al lugar donde está mi papá, pero quizás sí el agua. Se filtra por la tierra y las piedras, es imparable.

Saber que el agua podría llegar, me tranquiliza y de alguna manera siento que la distancia se acorta. En cambio, cuando acepto que, a pesar de ser en gran parte agua, los humanos somos sólidos como el oro y el cobre que los mineros buscaban debajo de esta montaña, horribles sensaciones me abrazan una y otra vez.

Vivimos en torno a lo que nos dicen nuestros sentidos. Mucha gente piensa que son cinco. Yo sé que son seis, por eso intuí que mi papá estaba vivo.

Parada en la cima, veo a mí alrededor a muchas personas. Cada cual con su problema, que en definitiva, y desde las distintas ópticas, es el mismo.

En el día de la tragedia y los siguientes, me preguntaron muchas veces cómo me sentía, y yo, entre lágrimas, nunca contestaba: las palabras no me salían. Por eso, escribí una carta para él, aunque sabía que era casi imposible que la leyera.

De igual manera no me guardé nada. Cuando lo hice mi mamá y mis dos hermanitos también estaban desconsolados. Ella, por más que intentara mostrarse fuerte, se derrumbaba constantemente. No había consuelo para nadie, mi papá se moría adentro de una montaña, y yo guardé la carta en mi bolsillo.

Durante medio mes... ¡Durante quince días!, rogué que no se quedaran sin agua, comida o aire. Esas y otras preocupaciones aceleraban mi respiración, que se volvía corta e incapaz de llenar a mis pulmones. Y una cosa llevaba a otra... mis músculos se entumecían y mi estómago se cerraba, sobre todo cuando la vaga idea de cambiar los metros por kilos se centraba en mi mente. Se estaban muriendo, y yo ahí, sin poder hacer nada, más que llorar, rezar y gritar con toda mi fuerza... ¡Como si eso podría haber solucionado algo! Mis uñas llenas de tierra, y dos de ellas con un poco de sangre, mostraban mi inútil y desesperado esfuerzo.

Ayer, nos dijeron que habían logrado llegar al lugar donde los mineros están atrapados. Confirmaron que están vivos y que se esforzarían en sacarlos.

Alivio.

Hoy mi carta es leída, a siete cuadras, catorce piletas, siete canchas de fútbol y más de setecientas mil toneladas.