"Asesinato en el Café Español" de Héctor Daniel Olivera Campos

19.08.2022

Desdémona titubeó antes de entrar en el Café Español. En el interior aguardaban los conjurados.

- ¿Dónde está Flaubert? -indagó Desdémona.

- Está dándole de comer al loro -respondió Proust. Aunque todos ellos se conocían desde hacía años, habían acordado llamarse con nombres en clave.

- Que cierre el café, sólo nos faltaba que se cuele un noctámbulo para jodernos el plan -advirtió Desdémona.

- ¡Ya voy, joder! -renegó Flaubert surgiendo del reservado en el que se realizaban las tertulias literarias sabatinas, mientras se dirigía raudo a bajar la persiana metálica. En un rincón de la pieza, sin enjaular y sobre una percha para aves, un loro verde levantaba una pata.

- ¿Estás seguro que vendrá? -interrogó Proust a Desdémona.

- Sí, porque quiere joderme. Le he prometido que tras el homenaje iremos juntos a un hotel. -Desdémona acompañó sus palabras con una expresión de asco.

- Ya es hora de que Rasputín pague por lo que ha hecho. A mí me llamó doncel tontuelo -reveló Chejov.

- ¿Está todo preparado? -preguntó Desdémona.

- Sí -respondió Flaubert-, Proust ha dispuesto en el saloncito de la tertulia una madalena envenenada con veronal. Y ayer yo denuncié que me habían robado las llaves del negocio y tengo mi coartada lista, se supone que estoy alojado en un hotel de Vetusta.

- ¿Veronal, no íbamos a usar cianuro? -inquirió Desdémona alarmada por aquel cambio de planes.

- Es que el veronal es mucho más literario -se defendió Proust-, es un potente somnífero llamado así en honor al drama de Romeo y Julieta que transcurre en la ciudad de Verona. Fue el barbitúrico que eligió el matrimonio Zweig para suicidarse.

- Y si falla, usaremos esto -afirmó Chejov sacando una pistola de su gabán.

- No -objetó Desdémona-, es un método sucio y luego está el estruendo del disparo.

- Tengo todo controlado, traigo un silenciador, yo le llamo Bartleby.

Alguien golpeó la chapa metálica, Flaubert, el dueño del café y Desdémona, acudieron a levantar la persiana para permitir la entrada del visitante y bajarla así que entró en el local.

Desconcertado, el afamado y maldecido director de la sección cultural del diario regional anduvo con pasos titubeantes sobre el suelo ajedrezado del café. La mujer le besó en los labios como saludo de bienvenida. Cada uno de los literatos recordó las humillaciones sufridas a manos de aquel verdugo del periodismo. Al crítico literario feroz se le conocía por el apelativo de Rasputín por su malevolencia a la hora de enjuiciar a los autores que reseñaba.

- No me esperaba de vosotros que me rindierais un homenaje privado -admitió Rasputín al reconocer a los congregados.

- Cariño, somos todos adultos, podemos soportar unas malas críticas. A mí me despellejaste mi primera novela y mira qué bien nos llevamos ahora -intervino Desdémona.

- El que no quiera que le critiquen su obra que la guarde en un cajón -argumentó Rasputin tajante. -¿A qué tú me das la razón, eh, maestro? -le preguntó al loro.

- ¡Cabróóóóóón! -pronunció el pájaro.

- ¡Vaya! -exclamó el crítico riéndose-. Es el único de los presentes que se atreve a decir lo que piensa.

- Se lo dice a todo el mundo -justificó Flaubert al ave-. La clientela le enseña palabrotas y él las repite.

- Cariño, ven conmigo, te hemos preparado un té Darjeeling espectacular acompañado con una madalena de la casa -informó Desdémona.

- ¡Humm! ¡Está madalena está buenísima! ¿Vosotros no me acompañáis? ¿No hay más madalenas? -interpeló el crítico.

- No, era la última. Es una receta francesa -informó Flaubert.

La madalena de Proust envenenada con veronal no mató a Rasputín, así que probaron asfixiarle con el pañuelo de Desdémona, que ella llevaba a modo de foulard, sin conseguir ahogarlo. No hubo más remedio que disparar la pistola de Chejov y acribillarlo a balazos.

Los asesinos se marcharon dejando el cuerpo de Rasputín sumido en un charco de sangre. Estaban convencidos de haber cometido el crimen perfecto, pero dejaron un testigo ocular: el loro de Flaubert. Tras proceder el Juez a levantar el cadáver del Café Español, la policía interrogó al loro, que repitió, palabra por palabra, los diálogos escuchados durante la velada sangrienta mientras una agente lo premiaba dándole a comer pipas de calabaza.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)

Desdémona titubeó antes de entrar en el Café Español. En el interior aguardaban los conjurados. - ¿Dónde está Flaubert? -indagó Desdémona. - Está dándole de comer al loro -respondió Proust. Aunque todos ellos se conocían desde hacía años, habían acordado llamarse con nombres en clave. - Que cierre el café, sólo nos faltaba que se cuele un noctámbulo para jodernos el plan -advirtió Desdémona. - ¡Ya voy, joder! -renegó Flaubert surgiendo del reservado en el que se realizaban las tertulias literarias sabatinas, mientras se dirigía raudo a bajar la persiana metálica. En un rincón de la pieza, sin enjaular y sobre una percha para aves, un loro verde levantaba una pata. - ¿Estás seguro que vendrá? -interrogó Proust a Desdémona. - Sí, porque quiere joderme. Le he prometido que tras el homenaje iremos juntos a un hotel. -Desdémona acompañó sus palabras con una expresión de asco. - Ya es hora de que Rasputín pague por lo que ha hecho. A mí me llamó doncel tontuelo -reveló Chejov. - ¿Está todo preparado? -preguntó Desdémona. - Sí -respondió Flaubert-, Proust ha dispuesto en el saloncito de la tertulia una madalena envenenada con veronal. Y ayer yo denuncié que me habían robado las llaves del negocio y tengo mi coartada lista, se supone que estoy alojado en un hotel de Vetusta. - ¿Veronal, no íbamos a usar cianuro? -inquirió Desdémona alarmada por aquel cambio de planes. - Es que el veronal es mucho más literario -se defendió Proust-, es un potente somnífero llamado así en honor al drama de Romeo y Julieta que transcurre en la ciudad de Verona. Fue el barbitúrico que eligió el matrimonio Zweig para suicidarse. - Y si falla, usaremos esto -afirmó Chejov sacando una pistola de su gabán. - No -objetó Desdémona-, es un método sucio y luego está el estruendo del disparo. - Tengo todo controlado, traigo un silenciador, yo le llamo Bartleby. Alguien golpeó la chapa metálica, Flaubert, el dueño del café y Desdémona, acudieron a levantar la persiana para permitir la entrada del visitante y bajarla así que entró en el local. Desconcertado, el afamado y maldecido director de la sección cultural del diario regional anduvo con pasos titubeantes sobre el suelo ajedrezado del café. La mujer le besó en los labios como saludo de bienvenida. Cada uno de los literatos recordó las humillaciones sufridas a manos de aquel verdugo del periodismo. Al crítico literario feroz se le conocía por el apelativo de Rasputín por su malevolencia a la hora de enjuiciar a los autores que reseñaba. - No me esperaba de vosotros que me rindierais un homenaje privado -admitió Rasputín al reconocer a los congregados. - Cariño, somos todos adultos, podemos soportar unas malas críticas. A mí me despellejaste mi primera novela y mira qué bien nos llevamos ahora -intervino Desdémona. - El que no quiera que le critiquen su obra que la guarde en un cajón -argumentó Rasputin tajante. -¿A qué tú me das la razón, eh, maestro? -le preguntó al loro. - ¡Cabróóóóóón! -pronunció el pájaro. - ¡Vaya! -exclamó el crítico riéndose-. Es el único de los presentes que se atreve a decir lo que piensa. - Se lo dice a todo el mundo -justificó Flaubert al ave-. La clientela le enseña palabrotas y él las repite. - Cariño, ven conmigo, te hemos preparado un té Darjeeling espectacular acompañado con una madalena de la casa -informó Desdémona. - ¡Humm! ¡Está madalena está buenísima! ¿Vosotros no me acompañáis? ¿No hay más madalenas? -interpeló el crítico. - No, era la última. Es una receta francesa -informó Flaubert. La madalena de Proust envenenada con veronal no mató a Rasputín, así que probaron asfixiarle con el pañuelo de Desdémona, que ella llevaba a modo de foulard, sin conseguir ahogarlo. No hubo más remedio que disparar la pistola de Chejov y acribillarlo a balazos. Los asesinos se marcharon dejando el cuerpo de Rasputín sumido en un charco de sangre. Estaban convencidos de haber cometido el crimen perfecto, pero dejaron un testigo ocular: el loro de Flaubert. Tras proceder el Juez a levantar el cadáver del Café Español, la policía interrogó al loro, que repitió, palabra por palabra, los diálogos escuchados durante la velada sangrienta mientras una agente lo premiaba dándole a comer pipas de calabaza. •••••••••• Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)