"Aquella muchacha", de Elena Gómez de Cea

02.06.2019

Pase mi dedo con delicadeza por sus labios, con cuidado por si llegaban a romperse. La mire fijamente a los ojos como si de dos rubíes se tratasen. Cada vez que la levantaba lo hacía como si fuese un diamante, tan fuerte y a la vez tan frágil... Ni siquiera recuerdo cuánto tiempo llevo mirándola, pero todo el tiempo del mundo me parecía poco. Sus ojos me tenían hipnotizado, podía pasarme horas, días, incluso vidas mirándola que nunca me cansaría. Tenía unos ojos negros tan profundos como el propio espacio, tan intensos como un café solo y sin azúcar. Nunca había conocido una muchacha tan extraña, tan leal, tan especial, tan intensa... Puso mi mundo patas arriba y al contrario de lo que pensé toda la vida no me importó, es más creo que es lo que llevaba esperando durante tantos años. Mi vida era un bucle, estaba encerrado en una monotonía, me levantaba todos los días a la misma hora para ir a trabajar al mismo sitio.

El humo que salía de su boca me recordaba a mi infancia, mis padres también fumaban, mi casa estaba siempre llena de humo. No me parecía nada malo si no que llegaba a entender la adicción de mi compañera. Compartíamos un cigarro, el cual se consumía calada tras calada las cuales eran interrumpidas por nuestras intensas miradas. 

Estábamos en la terraza, sentados en el suelo, uno en frente del otro, pero a pesar del silencio que había no era algo incómodo, más bien todo lo contrario, la situación transmitía una paz y una tranquilidad que no se podía comparar con nada. Miraba el cielo oscuro repleto de estrellas mientras por mi cabeza se repetía el recuerdo del día en que la conocí, una situación demasiado banal para la importancia que ha cobrado ella en mi vida. 

Fue hace apenas unos meses. Era una noche oscura y fría de invierno, una niebla tan espesa como el algodón de azúcar abrazaba las calles sin dejarte ver apenas más allá de tu nariz. A lo lejos pude distinguir a una chica sentada en un columpio del parque, no se balanceaba, estaba quieta jugueteando con sus manos mientras miraba el cielo. Decidí acercarme a paso lento y sin decir nada me senté en el otro columpio imitando su posición. Ella solo giró la cabeza mirándome durante unos segundos para después volver a mirar arriba con la boca ladeada mostrando una pequeña sonrisa. 

Pasado un rato me dijo: -¿Vamos?-

Y sin quitarme la vista de encima se levantó de golpe esperando que la siguiera. Sin articular palabra me levanté de la misma forma brusca y la miré con curiosidad. Como única respuesta solo obtuve que ella empezara a andar con la mirada decidida hacia el frente. Si bien es cierto que no la conocía de nada decidí seguirla. 

Estuvimos toda la noche andando por la ciudad, ni siquiera teníamos un rumbo, simplemente andábamos uno al lado del otro, en silencio, pensando, escuchando los sonidos de las calles ahora oscuras y sin gente.

Después de unas horas ella se paró en seco delante de un portal, saco unas llaves del bolsillo, las metió en la cerradura y abrió la puerta. Después de unos segundos me miro y dijo: 

- Espero volver a verte algún día. 

No pude evitar sonreír al recordar aquel día, nunca sé que es lo que tiene esta chica, pero tiene a mi corazón locamente enamorado de ella.