"Aprender en tiempos de muerte" de Salvador Alba Márquez

29.08.2021

Cuando vinieron los zombis pensé que iba a ser el fin, que moriría presa de uno de ellos o por inanición. Nada de eso. En mi pueblo desembarcaron en la costa, el ejército terrorista se las ingenió para que llegara un pequeño número directamente por la playa y, conforme recorrían las calles, se fue haciendo más grande la devastadora horda. Ocurrió el 14 de abril de 2019, y ese día fue el primero de mi nueva vida. Estaba en el centro de Arroyo de la Miel esperando a que pasara la procesión de Semana Santa, la virgen de no sé qué, la verdad es que tenía costumbre de verla, pero no soy muy devoto que digamos. La calle estaba a rebosar de gente y faltaba poco para que la música de la banda anunciase la llegada, cuando se armó un gran alboroto al final de la avenida. La mayoría pusimos rumbo hacia el altercado, prestos a saciar nuestra curiosidad humana; los más sensatos huyeron en dirección contraria. Hasta que no lo vimos con nuestros propios ojos no nos creímos lo que gritaba la gente con la que nos tropezábamos, y mira que gritaban con desesperación y rostro desencajado. Pues cuando decidimos dar la vuelta, era demasiado tarde para muchos. Y me incluyo, porque me salvé de puro milagro. Lo único que hice fue correr sin parar, presa del pánico, por un hueco que se formó entre la marabunta de zombis atacando a la gente. Cuando creí estar a salvo de las dentelladas y arañazos, aparecieron unos policías motorizados que fueron acribillados con metralletas por unos militares que ahora sé que eran terroristas "progenocidas". Con los civiles no malgastaban balas, querían que nos uniéramos a su ejército de muertos. Después de levantarme del suelo, por el tiroteo anterior, tuve que volver a correr al ser perseguido por uno de esos zombis. La suerte que tuve fue que se cruzó en mi camino un grupo de camellos del barrio que lo atrajeron. Sacaron sus navajas y cadenas, pero creo que ninguno sobrevivió; aunque no puedo estar seguro, porque no me quedé allí para comprobarlo. Total, que después de correr unos minutos más, llegué a un chalet de estilo antiguo, con su tirolesa blanca en la fachada, y allí me salvé de morir a manos de otro grupo de muertos. Me quedé un buen rato en el jardín de la parcela, pues no quería que me molieran a golpes los dueños de la casa. Ya cansado, toqué a la puerta varias veces, al timbre y me dispuse a hacer lo mismo en las ventanas. Entonces vi a una mujer tendida en el suelo. Me armé de valor, pateé la puerta, la empujé con el hombro y, al final, la abrí con un trozo de plástico que encontré en un pequeño armario que utilizaban para las herramientas. La señora había fallecido. Llamé a urgencias, pero estaba colapsado, la Policía también, y el 112 lo mismo.

Esperé dentro de la casa e hice uso de ella hasta que comenzó el bombardeo que Estados Unidos ordenó para librarnos de los progenocidas y su ejército. Tras esa barbarie, me quedó claro que nadie vendría a ayudarnos. Saqué el cuerpo de la señora al jardín y lo puse frente a la puerta enrejada de entrada para ver si así los zombis no se concentraban por el acceso peatonal; no sirvió de nada. Desde entonces vivo en esta casa. La mujer había hecho una buena compra el día anterior a la invasión, un sábado, y no tuve problemas hasta pasadas unas semanas. Lo más complicado fue armarme de valor, porque pude abastecerme gracias a un local cercano del que cogí todo lo que pude y más. Aprendí a esquivar y matar zombis en muy poco tiempo, a cocinar, a limpiar e incluso algo de bricolaje. La verdad es que, si todo esto pasa, saldré muy beneficiado de mi reclusión, pues en este mismo instante estoy estudiando Derecho; la hija de la dueña acababa de graduarse y tenía todos sus libros en perfecto esta... ¡Mierda...! Una horda ha derribado las rejas de entrada... No debí dejar la puerta abierta para ventilar. ¡Este va a ser mi final!

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)