"Antonia", de Ítalo

02.06.2019

Pasa el tiempo y la herida no ha cicatrizado. Aquellas palabras que no se atrevió a pronunciar están presentes en un lugar impreciso de su memoria. Prometió decírselas a su hijo, Iker, una vez que este abandonara la prisión.
Se llama Antonia. 

Intentó olvidar otras palabras; las que pronunció un fiscal el día que lo juzgaron: "Iker Arrizabalaga, junto a dos jóvenes más, disparó a dos números de la guardia Civil en un cruce de caminos cercano a la localidad de Ondárroa. Lo hizo cuando se hallaban en el suelo, malheridos, sin posibilidad alguna de empuñar sus armas de reglamento". El fiscal añadió: "mientras sus compañeros de comando subían al vehículo en que habrían de fugarse, él los remató a menos de un metro de distancia. Ambos tenían veintidós años, la misma edad que Arrizabalaga".

Antonia estaba presente en aquella sala de gran tamaño, techos altos y severidad en la mirada de los magistrados. Esas palabras se asentaron en su memoria. 

Transcurrieron veinte años. Cada uno de los sábados fueron iguales. Un autobús las esperaba a las dos de la madrugada en la plaza del pueblo. "Ahí van, las madres de los presos", comentaban los vecinos que trasnochaban.

En el largo trayecto ingerían bocadillos y tomaban café, orinaban en bares de carretera, esquivaban miradas hostiles, veían a sus hijos al otro lado de las rejas, recogían la ropa que habrían de repasar y volvían a recorrer los cientos de kilómetros que les distanciaba de Ondárroa. Solo ellas, acompañadas de sus recuerdos de cuando sus hijos eran niños y los tenían en su regazo.

Antonia esperó semanas, meses y se cumplió un año desde que había abandonado la cárcel. Iker vivía en el hogar familiar, era el único hijo y ambos solían pasar un rato juntos ante la pantalla de televisión después de la comida y de que ella lavase los platos y cubiertos. 

Antonia trató mil veces de no volver la vista atrás. Fue en vano. Finalmente lo soltó en tono bajo, lo más suave que pudo, como había ensayado una y otra vez desde aquel día remoto que escuchó al fiscal: "cómo pudiste rematar a esas criaturas". 

Él la miró, enfurecido. 

"Para el pueblo soy un héroe y para mi madre un asesino". 

Se arrancó de la vivienda y dio un portazo. 

Antonia aguantó en pie, vertical, su mano derecha agarrada a una de las sillas de la cocina. Las lágrimas descendieron por sus mejillas. Habían pasado veinte años, había cumplido su promesa.