"Amor de entreguerras" de Rosa María Mateos Ruiz

11.09.2020

En un encuentro de escritores noveles, que no jóvenes, donde casi todos superábamos lo que mis amigos mallorquines llaman el bell mig de la vida, conocí a una señora muy singular que debía haber cruzado ya la barrera de los setenta.

Procedía de un país de la cordillera andina y arrastraba las palabras -casi sin respirar- en un castellano primigenio. Se dormía entre las pausas porque andaba más preocupada en soñar las historias que en escribirlas. Sin embargo, en los cafés se desquitaba haciendo gala de una literatura oral desproporcionada, rica en matices y alocada en argumentos.
En uno de esos tentempiés me contó la historia de su abuelo Hermenegildo, oriundo de un pueblo costero del País Vasco que limitaba con Francia a través de una secuencia infinita de estratos verticales. En aquel periodo de entreguerras, el pueblo se había puesto de moda como destino veraniego de la burguesía más pudiente. Eran tiempos de apertura al mundo y rupturas tectónicas del orden establecido. Las mujeres europeas dejaron de ser las tímidas mojigatas de antaño para moldear la vida a su antojo. Tiraron los corsés a la basura, se deshicieron de velos y sombrillas, acortaron el vestuario para dejar las piernas y los brazos al viento y se adueñaron del sol y la espuma marina.

El abuelo Hermenegildo era un hombre de bien, sin ninguna aspiración distinta que la de vivir tranquilo. Como funcionario del ayuntamiento aceptó durante los veranos un oficio peculiar que requería de un espíritu sosegado como el suyo: había de asegurar el decoro en la playa y comprobar que ninguna dama llevara las faldas de baño más de diez centímetros por encima de la rodilla. El metrocensor cumplía su trabajo con parsimonia y nobleza cartesiana sin sospechar que su mujer le había trucado el metro para favorecer a las mujeres. Gracias a doña Emma Johnson, entre las capas de roca y las olas de arena, paseaban damiselas con las faldas más cortas que se habían visto jamás en el Cantábrico.

Nadie en el pueblo sabía del verdadero origen de la abuela Emma, poco más allá de que había llegado en un barco inglés años atrás para quedarse en aquella ensenada de pescadores. Ni siquiera el abuelo Hermenegildo sospechaba que su mujer venía huida de la justicia. Se casó enamorado hasta la cinta del sombrero con una de las sufragistas británicas más activas del movimiento. La señorita Johnson era especialista en sabotear líneas eléctricas, corte de ferrocarriles y la mayor experta en la fabricación de bombas caseras. Eso sí, no tenía delitos de sangre porque sus artefactos eran de mucho ruido y pocas nueces.

Esta historia me contó la condoresa andina apurando un café a media tarde. Quería escribir una novela con la biografía de sus abuelos y no sabía por dónde empezar.

-¿Y si me escribe usted las primeras líneas? Para que yo pueda ir tirando del hilo -me dijo.

Y como no puedo negarle nada a una mujer que habla con diamantes en la boca, me animé a escribir este pequeño cuento para ella.