"Amanda" de Antonio Montoro Gómez

13.10.2020

Apenas duermo, al caer la tarde se me agarra una desazón al pecho que me mantiene inquieto horas y horas. A veces, al rayar el día, logro abrazar el sueño.

En otros tiempos, cuando no podía dormir, evocar el pasado era un hermoso pasatiempo, pero en estos días el recuerdo duele, es una garra que te lacera el pecho como si el peso de algo gigantesco se comprimiera contra ti, hasta hacerte sentir que el aire falta y el dolor se hace insoportable.

Hoy, recordar es caer en un abismo insondable y perdido que transita a saltos, como sombras oscuras que se agazapan tras negras formas, desplegando sus alas, cubriéndote con un manto de angustia. En ocasiones, pretendo atrapar los recuerdos, como si fueran elementos tangibles, reales, pero no me atrevo, pues temo que realmente lo sean y su contacto sea más maligno aún que el evocarlos. Sé que debo buscar algo que me aleje de este bucle perverso, algo físico que me distancie de los pensamientos que me obsesionan como un mantra pernicioso; saltar al vacío, sumergirte en agua helada, dormir, soñar, soñar con ella, con aquella ella, la de antes, pero solo recordar su nombre me lacera el alma. Me hace sentir humillado, insignificante.

En aquellos días, debiera haber tomado una decisión y no dejar que los acontecimientos me fueran destruyendo minuto a minuto, minando mi autoestima, dejando que me convirtiera en este guiñapo olvidado y triste en que he quedado hecho.

Yo era feliz cuando ella me miraba, cuando por sus ojos pasaban las nubes de un cielo familiar, el cielo de nuestra casa, pero un día todo cambió. Entonces, las noches de amor se fueron convirtiendo en algo extraño, su piel dejó de ser conocida y en su mirada surgieron luces de otros cielos, su sexo sabía a amargura, sus movimientos de placer eran sollozos desesperados, gritos de dolor y el aullido de su orgasmo una llamada angustiosa que rompía su pecho. Una búsqueda desesperada de algo que rayaba lo obsceno; se apretaba contra mí hasta el dolor, aumentando el frenesí de los movimientos, gritando en una vorágine de sensualidad que le hicieran olvidar lo que le arañaba el alma; parecía querer perderse en los placeres lascivos del cuerpo para olvidar alguna angustia que le corroía por dentro, llenándose con ese cúmulo de sensaciones, deseando siempre más y más. Y yo me sabía incapaz de satisfacerla.

A veces, encontraba sus manos buscando en mi cuerpo el amor que soñaba con alguien que no era yo. La calidez del sueño, y la clandestinidad de la oscuridad entre las sábanas hacían de bálsamo para sus anhelos, pero no para mis heridas. Mientras ella encontraba el placer deseado, mi espasmo me arrancaba lágrimas amargas. Cuando quedaba exhausta a mi lado, retomando el sueño, junto a ese otro que no era yo, mi vigilia dolorosa daba paso a esta caída al vacío.

La fragancia de su cuerpo fue adquiriendo un olor a maderas, a bálsamos y esencias lejanas. Comenzó a vestir con colores exóticos, y en sus ojos los cielos conocidos desaparecieron, surgiendo halos verdosos, destellos de sal y ocres dunares. La oía cantar en susurros en un lenguaje ajeno a nuestro mundo, con cadencias completamente novedosas, y bailaba, contoneaba las caderas, y yo la sentía más lejana que nunca. Pero a ella se la veía feliz, y yo añoraba la Amanda de aquellos, nuestros tiempos felices.

Una noche me despertaron sollozos callados. Era ella. Me volví y la abracé. Pareció agarrarse a una tabla de salvación entre mis brazos, intentando mitigar su dolor. Me buscó con caricias ajenas a nuestro mundo, intentado encontrar en mi pelo otro tipo de cabellos, oler en mi piel el ébano foráneo que yo apreciaba en su piel. Yo sentía su angustia en cada gemido, y en sus intuidas lágrimas adivinaba el sabor de aquel que había desaparecido de su mundo.

Al despertarme supe que la había perdido para siempre. El vacío inundaba la casa, pero solo faltaba ella, pues poco necesitaba a donde quiera que fuese, tan solo encontrar la estela de aquel sin el que no podía vivir. Y yo quedé perdido en este limbo de su ausencia.