"Ahora y en la hora" de Agustín García Aguado

29.08.2021

Has cruzado la salita de la plancha como quien practica crol en una pileta atestada de pirañas, sin mirar hacia atrás, y has sentido en tus pies el roce de unos dientes de sierra. Mañana lo incineran a las nueve, pero esta noche todavía es tan tuyo que acabarás durmiendo con él en una cabaña de madera con vistas a los grandes lagos canadienses. Hoy no te ha visitado Cortázar, por cierto. Quizá mañana se presente en tu casa con un ramo de orquídeas negras y bebiendo mate tereré.

No tienes hambre, pero te has sentado en la cocina y devoras un pernil con apetito pantagruélico. Haces cosas que antes no se te pasaban por la imaginación. Por ejemplo, llamas por teléfono a antiguas amigas de la infancia que sospechas que están muertas, almidonas sábanas como quien se afana en ordenar el mundo en cajas nacaradas, y terminas cogiendo un retrato sin saber realmente quiénes son esos dos que sonríen desde los daguerrotipos. Tu marido lo reconoces por su bigote prusiano, era demasiado joven, pero siempre te pareció viejo, tan viejo que parecía un trilobite decorando el embozo de tu cama. Nunca lo quisiste, pero supo amar con la pulcritud de los seres auxiliares. Mañana esperas una ceremonia sencilla, un leve bailoteo con el cinerario de mano en mano, y amén. Después, volverás a casa, te desnudarás frente al espejo del armario, y esperarás nerviosa a que suene el timbre del recibidor.

Es siete de noviembre, pero podría perfectamente ser una fecha agitada al azar por los almanaques y la malaventura. Nunca te gustaron los colores pardos del otoño, ni las manos huesudas de tus amantes de guardia que otorgaban cierto aspecto "burócrata" a sus caricias. No deseas establecer rangos, ni siquiera te asaltan tontas nostalgias cuando abres el vestidor y observas impasible un sombrero de fieltro, un paraguas negro con doble varilla, o unas chinelas gastadas, como testigos de tu infidelidad. Pero ya nada importa. Solo aguardas a que sean las ocho. Tu hija y tu yerno vendrán en carruaje fúnebre, y en calidad de aurigas, para conducirte al crematorio municipal. Allí, piensas, será fácil purificar tu alma entre tanto fuego y tanta plañidera. Quizá hasta te tropieces con el diablo detrás de un panteón de mármol de Macael, y te susurre algún secreto que calme tu ansiedad. Por cierto, Julio no viene. Es una evidencia incontestable. Son las cuatro y media de la mañana, y llevas cinco horas en la posición horizontal de las almas que se venden al pecado de la carne por una perra chica, pero solo adviertes el rugido del viento en la calle y un gimoteo, como de niño azotado, en la cafetera express. Te levantas con pereza, bebes un ristretto y, mientras, palpas dos cavidades allí donde debieran figurar unos pechos bien firmes. Quizá seas tú la muerta, y no lo sabes.

Cuando lo ves aparecer ya es tarde. Julio llega después de la medianoche (así son los genios de la Balcells: depravados y flemáticos), y viene en compañía de un chamarilero que compra y vende objetos de poco valor. Quieres sonreír, pero te da vergüenza que ese buhonero te vea como viniste al mundo. En esa misma cama donde un día fuiste leona rampante y diosa magmática, yaces con la respiración entrecortada. No quieres aventuras. No ahora que acabas de cruzar un río helado, y sientes como un inoportuno estertor que te cruza veloz el cuerpo. Pero no ves largos túneles ni angelitos de alabastro, y quizá esos detalles circunstanciales te hacen dudar.

Vuelves a atravesar la salita de la plancha, pero ahora utilizas con elegancia el estilo mariposa. Ya no hay pirañas en la piscina, ni siquiera existe un ogro pequeñito que comparta penas contigo y fume tabaco inglés. Piensas en tu vida, y lo ves todo como en cuesta abajo. Es bien fácil deslizarse hasta tocar fondo ¿verdad?. Puede que el novelista de fama no haya mostrado ternura contigo, pero da igual. Marcas un número conocido de teléfono y, después de escuchar una señal, compruebas que al otro lado de la línea estás tú, eterna y siempre atenta, dispuesta a escuchar todo cuanto desees decir en un último minuto.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)