"A la luz del ocaso" de Naiara Herrero Larrumbide

08.11.2020

Caía el sol de media tarde. La luz del ocaso, naranja y cálida, bañaba sus piernas y hacía que el vestido amarillo que acertadamente había escogido para ocasión, brillara con un intenso color de nostalgia.

Respiró una gran bocanada de aire. Notaba cómo las costuras del vestido se estiraban sobre sus costillas y sintió por un instante el impulso de seguir hinchando sus pulmones hasta reventarlas. Soltó entonces el aire poco a poco por la nariz, quería retenerlo dentro un poco más.

Sabía a tierra y a vida.

Miró hacia un lado cuidadosamente y después hacia el otro. Intentaba adivinar si allí, a lo lejos, algún intruso se disponía a interrumpir ese momento perfecto de intimidad. Estaba nerviosa. Notaba esa presión en la boca del estómago que te obliga a sonreír, aunque no quieras. Aún no se creía que lo estuviera haciendo.

La idea le rondaba la cabeza desde hacía años, pero nunca había pensado en ello como en algo real.

La cosa empezó de broma, entre risas, en medio de una conversación, tal vez provocada por un sueño; ya ni se acuerda.

- ¿Te imaginas? ¡Qué vergüenza!- Sin embargo, con aquel comentario inocente, una semilla se había plantado en su cabeza, dispuesta a germinar. Desde ese momento, cuando paseaba sola por el campo, se entretenía pensando en cómo sería. Qué se sentiría. Trataba de imaginarlo con todo lujo de detalles. Le daba vueltas a lo mismo, cada vez con más frecuencia, de una manera minuciosa, casi obsesiva. Repasaba los gestos cuidadosamente, uno a uno. La luz, el tacto, el olor, el sabor. Tantas veces había estado en ese lugar de su mente que lo conocía como la palma de su mano. Sentía que su fantasía era tan real que tenía que ser cierta y que la realidad anodina en la que vivía no era más que un letargo por el que debía pasar hasta llegar a ella.

La escena se proyectaba clara y vívida. En ocasiones la visitaba durante el día y, sin darse cuenta, se encontraba en mitad de la nada, mordiéndose el labio inferior y acariciando el botón férreamente abrochado de la blusa o del abrigo que llevara puesto. Entonces paraba en seco, contenía el aire, roja de vergüenza y apretaba el paso con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar alrededor. Cuando llegaba a casa, cerraba la puerta de golpe y, apoyándose en la pared, disfrutaba de la ola de calor que le recorría las entrañas. Tras una risa nerviosa, incontenible, se decía que debía dejar de imaginar esas cosas y continuaba con su vida.

Le gustaba caminar sola. Siempre le había gustado. El campo que había a unos kilómetros de su casa, por donde únicamente transitaba algún paisano vestido de chándal que a regañadientes cumplía las órdenes del médico o el mandato de la doña, era su lugar preferido para hacerlo. Daba largas caminatas observándolo todo. Le encantaba inhalar el aire puro. Aún teniendo la ciudad cerca, el aire era completamente diferente. Sentía que podía respirar hondo sin riesgo a intoxicarse. Aunque en más de una ocasión, el ansia de meter en su cuerpo todo ese oxígeno, le había dado una desagradable sorpresa cuando algún paisano decidía abonar sus tierras.

Había observado aquel paisaje mil veces, pero hoy era distinto. Hoy, al mirarse en el espejo, había encontrado algo diferente, su piel se había teñido de valor y había decidido aprovecharlo. Se calzó sus sandalias favoritas y salió corriendo sin cerrar siquiera con llave.

Hoy es el día -pensaba mientras notaba cómo le temblaban las manos heladas y le ardían los carrillos. -Vamos allá.

Sentada en un tronco y con la mirada fija al frente, se dispone a elevar la mano diestra mientras con la izquierda araña la áspera corteza que tiene debajo. Acaricia el botón superior y con un hábil juego de dedos lo desabrocha.

Ahora le llega el turno al siguiente.

Y al siguiente...

Uno a uno desabrocha los trece botones que le separan del exhibicionismo. Vuelve a coger aire mientras siente el sol en su piel visitando zonas antes negadas al alcance de sus rayos y sonríe.

Así deben sentirse los héroes.

Imagen: Obra de Darío Ortiz, Colombia