"A la altura" de Unai Garate Cotano

31.10.2020

Mi padre era un reconocido pediatra; trabajaba en una consulta privada en una de las calles céntricas de la ciudad. Mi madre era enfermera, una de las mejores de su promoción. Se conocieron en el hospital, y fruto de ese encuentro nacimos mi hermana y yo.

Era julio, viernes, mis padres estaban en la ciudad trabajando y nosotros en el piso de veraneo con mi abuela. Mi abuela tendría unos 53 años por aquél entonces; era una mujer controvertida, con hiriente soberbia y machista, como casi todas sus coetáneas. Yo quería mucho a mi abuela. Me tomaba muy en serio todo lo que decía hasta que terminó mimetizada en su sofá, con café, galletas y pastillas; ejecutando una y otra vez el gesto de fumar, pero sin pitillo entre los dedos.

En el piso de verano dormíamos los tres juntos en nuestra habitación. Mi abuela y mi hermana, que era menor que yo, juntas en la misma cama, y en la cama de al lado, idéntica a la otra, dormía yo. La cama de mis padres y su habitación no se podían tocar. Tampoco el sofá del salón; era patrimonio único y exclusivo de mi madre. En el sofá veía la tele hasta altas horas de la noche, fumaba Fortuna mentolado, bebía clarete y se hacía caracoles en su abundante cabello con el dedo índice. Yo nunca entendí muy bien la distribución para dormir. En cualquier caso, contra las decisiones de mi madre y de mi abuela, no se podía luchar. Y a mí básicamente, solo me interesaba estar a la altura del verano.

Salí con mis amigos a beber en el paseo de la playa después de devorar un bocadillo de pechuga de pollo rebozada. Compramos y terminamos unas tres litronas de cerveza y la mitad de una botella de cointreau; taponcito a taponcito, agitando la cabeza como monos. No me cogí una borrachera muy cantosa, pero mi equilibrio no era el habitual. Lo notaba subiendo la cuesta hacia casa.

Entré en casa sigiloso. Cerré la puerta, di la doble vuelta de llave a la cerradura y me dirigí a mi habitación. Abrí la puerta deslizándola con delicadeza, como un espía en las películas, me quité los pantalones y las playeras y me metí en la cama. La oscuridad no era absoluta. La persiana dejaba filtrarse por una de sus rendijas inferiores un haz de luz proveniente de los faros de las escaleras exteriores del portal. Esa luz impregnaba de calma el cuarto. Miré a mi abuela que dormía boca arriba con expresión un tanto rígida, con las manos recogidas sobre su pecho, como metida en un sarcófago. El cuerpo acurrucado y el pelo largo de mi hermana, se intuían pegados a ella. Intenté no pensar en nada, tan solo sentir la calidez de la luz al otro lado de la ventana. Me puse contento porque no iba a vomitar, y entonces oí: Sinvergüenza. Silencio, y otra vez: sinvergüenza. Era mi abuela. Y de nuevo: sinvergüenza.

La palabra se desprendía de su boca con intencionada reverberación. Estiraba la penúltima sílaba con solemnidad, se detenía un instante y decía otra vez: sinvergüeeenzaaa. Su voz sonaba contundente y limpia entre las cuatro paredes.

Decía: sinvergüenza..., tus padres..., tus padres todo el día curando niños,... no valoráis nada, sinvergüeeenzaaa.

Quise decir algo, pero noté desde las entrañas un fuerte aliento a cerveza en la boca. Me coloqué de canto, con las piernas recogidas, y pegué la cara pegajosa contra mis manos juntas una sobre otra. Al otro lado de la ventana se oían gatos maullar entre los arbustos, maullar y correr despavoridos emitiendo extraños gemidos.

Al día siguiente comimos todos juntos. Mi madre y mi padre ya estaban en casa. En la comida mi abuela no dijo ni una palabra acerca de la noche anterior. Tan solo le decía a mi madre: hija, estoy muy contenta de que estéis aquí, habéis hecho bien en hacerme caso. Esta casa es estupenda, es muy bonita, y en buen sitio. Se os ve de maravilla. Ah, y los chiquillos unos santos, ni preguntan por vosotros. Les tienes muy bien educados, hija.

Y tú también, apostilló dirigiéndose a mi padre.

Imagen: Pintura de Juan Cantabrana.