"¡Dios! ¿Y qué voy hacer ahora?" de Antonio Mira Martín

02.03.2021

Estamos a finales del mes de Julio, hace calor, los balcones y ventanas están abiertos. De repente se oye un fuerte golpe y una ronca y fuerte voz que exclama ¡¡¡Dios!!! ¿Y qué voy hacer ahora?

Es Roberto, y no es la primera vez que se le oye esta exclamación. Los vecinos conocemos la historia de su vida, de su vida laboral.

Y es que a Roberto, lo han jubilado, si, digo bien, lo han jubilado.

Sentado en una silla frente a la mesa del comedor, con los codos apoyados en ella y con la cabeza cabizbaja hace pasar sus dedos entre la maraña de cabello canoso que cubre su cabeza, y es que sólo hace que pensar, y de repente levantando la cabeza y mirando al techo de la habitación da un fuerte golpe sobre la mesa y repite su queja.

Roberto, sólo había trabajado en una empresa, y ésta lo jubiló al cumplir los 65 años, y es que empezó de aprendiz y en el transcurso de su vida laboral había alcanzado, por su valía, puesto de mayor categoría y responsabilidad. Era un trabajador muy querido y valorado en la empresa, pero a pesar de ello, de nada le sirvieron sus repetidas peticiones de continuar en la empresa aun haber cumplido la edad de jubilación.

Ahora, sin una actividad que le ocupe las largas horas del día, se siente solo, vacío, fracasado, inútil, con una vida sin sentido, con un futuro triste y gris.

Sé que su mujer sufre tanto como él al verlo tan abatido, pero ninguna palabra de ánimo consigue que Roberto reaccione. En su interior, las palabras de su esposa se le antojan como la aceptación del fracaso en que se ve inmerso.

Esa actitud, no tan sólo la tiene en casa. En todas las ocasiones en que se cruza conmigo mantiene ese mismo carácter áspero. Y si como amigo le reprocho su conducta, su respuesta siempre es -déjame tranquilo-

En más de una ocasión lo he visto pasear por la calle completamente solo, y más que pasear, yo diría que deambulaba sin rumbo fijo. Si veía que se acercaba algún compañero de su antiguo trabajo, daba la vuelta para no tener, ni siquiera, que saludarlo.

Su esposa asistía con regularidad a un Centro de Personas Mayores, en el que realizaba diversas actividades. Allí comentaba el estado de ánimo de su esposo y la amargura que se vivía en su casa a consecuencia de ello. Todos la apoyaban y le ofrecían palabras de consuelo que no bastaban para aliviar el sufrimiento que sentía en su interior.

La Presidenta del Centro, conocedora de esta situación sugirió ofrecer a Roberto, el mantenimiento, cuidado y sembrado de unas mesas de huerto urbano ubicadas en una terraza del edificio y que estaban en ese momento sin que nadie que las atendiese.

Al comentar ese ofrecimiento a su esposo, pareció que tal posibilidad hizo mella en él, pues al día siguiente se encaminó junto a su esposa al Centro. Allí explicaron a Roberto, con más detalle, el ofrecimiento que le hacían, y que no obstante tendría que compartir esa actividad con dos compañeros también interesados. Con un guiño en la boca que quería ser una sonrisa, Roberto, accedió a formar parte de ese grupo.

Quizás por ser una actividad que le recordaba sus tiempos mozos cuando en el pueblo acompañaba a su abuelo en alguna que otra tarea en el huerto de la casa que se le vio aparentemente ilusionado en esa actividad, aunque su actitud con los demás compañeros no era demasiado dialogante.

Un día me cruce con Margarita, su esposa, y hablando de Roberto, me comentó lo contenta que estaba pues su marido habida hecho un cambio radical. Le pregunté y con una sonrisa en los labios me explicó que aquella conducta con sus compañeros había desaparecido, y que ahora gozaba de su amistad. Siguió contándome que trabajaba la tierra como un consumado experto, incluso que orientaba a sus compañeros de cómo debía abonarse la tierra para obtener buenas cosechas.

Si de algo me sirve la conducta de Roberto, es para no entrar en depresiones el día que me jubile.